Es, aproximadamente, la distancia que separa estas dos fotografías. Quizás se trate aún, de una distancia más larga que la necesaria para sortear la valla de Ceuta o Melilla, que divide dos mundos por completo diferentes. En Punta Cana, donde se dispararon las dos instantáneas, los complejos hoteleros están aislados y protegidos por guardias privados, que impiden el acceso al recinto a cualquier persona que no esté alojada o trabaje en él. El contraste merece pocos comentarios y demuestra, una vez más, que hemos cambiado poco en los últimos tres o cuatro mil años. La diferencia estriba exclusivamente, en la amplitud de miras, o en lo lejos que establezcamos nuestro propio horizonte; cuando los viajes eran imposibles, los esclavos vivían en nuestras mismas ciudades; ahora que la globalización ha llegado, existen países donde la gente trabaja un día por lo que pagamos cualquiera de nosotros por un café, mientras disfrutamos unas vacaciones de lujo a un precio inalcanzable para la inmensa mayoría de los oriundos del país. Después, en nuestro mundo particular, nos declaramos solidarios o progresistas, porque defendemos el eufemismo de las “economías emergentes” y procuramos menos del uno por ciento de nuestro producto interior bruto al tercer mundo. Esto es difícil de explicar a los pueblos que ven como sus niños mueren de hambre diariamente, a los familiares de enfermos que fallecen por no disponer de un antibiótico barato o a tantos seres humanos que perecen por no disponer de agua potable. No creo que la mayoría de ellos entienda ese carácter solidario del que se hace gala con demasiada facilidad entre nosotros, salvo que tal carácter se refiera a los individuos nacidos en el suelo patrio, blancos y que paguen impuestos. Como en una suerte de Matrix, este es el mundo real. Una pena y un drama.
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