El siglo XVII, o mejor dicho, los tiempos de Leibniz, Descartes y Spinoza estuvieron marcados por la cruzada entre protestantes y católicos, el absolutismo regio, el desmoronamiento gradual de la sociedad estamental y la crisis del teocentrismo. El método compositivo-resolutivo acabó, de una vez por todas, con el método inductivo-deductivo aristotélico. Gracias a Guillermo de Ockham, la separación entre fe y razón, y por tanto el derrumbe de la escolástica, desembocó en la Nueva Ciencia. Una Nueva Ciencia que tiró por la borda la cosmovisión geocéntrica del mundo y las metafísicas del momento. La resurrección de los pitagóricos contribuyó a la instauración de los números como elementos explicativos del mundo. Es precisamente en este siglo, de convulsiones sociales, culturales y políticas, donde el racionalismo y el empirismo se mantuvieron enfrentados. Un enfrentamiento que culminó con la síntesis kantiana. Fue Inmanuel Kant, un señor tímido de Konisgberg, quien unió sendas corrientes y sentó las bases de la psicología contemporánea.
Descartes, junto con Leonardo Da Vinci y otros pensadores del momento, fue un intelectual polifacético. Cultivó la geometría, la óptica y la cosmología. Formado en la escolástica de Suárez, y crítico con sus ideas, soñó con la "Mathesis Universalis". Soñó, como les digo, con una unidad de la razón y un método de inspiración matemática. Las cuatro reglas de su método - la evidencia, el análisis, la síntesis y la enumeración - sirvieron para encontrar las verdades universales. Verdades, alejadas de la observación empírica y, fundamentadas en la deducción. Su primera verdad - el pienso luego existo o, dicho en términos de la época, el cogito ergo sum - quedaba inmune ante los dardos de la duda. A pesar de su crítica a la escolástica, Descartes recurrió a la muleta divina para justiciar sus sustancias derivadas. Recurrió a Dios - como idea de perfección - para la fundamentación de la res extensa. En cuanto a su pensamiento antropológico, Descartes, como todos los racionalistas, tuvo que enfrentarse al problema de las dos sustancias: cuerpo y alma. Un problema que solucionó con el recurso a la glándula pineal, una bisagra necesaria para unir dos realidades antagónicas.
Hoy, varios siglos después, Descartes no levanta mis pasiones. Y no las levanta, queridísimos lectores, porque fue un autor errático. En primer lugar, utilizó un método para la unificación de la ciencia. Un método que fue condición necesaria pero no suficiente para acabar con los residuos metafísicos. Un método que no explicó, contra toda expectativa, los misterios de la física. René utilizó, como fuente de inspiración, el método geométrico. Un método que pretendió hacer de la filosofía una ciencia. Un intento que en pleno siglo XXI ha quedado reducido a un catálogo de buenas intenciones. Quiso unificar la ciencia bajo la "mathesis universalis". Hoy, los caminos del conocimiento han ido por otros derroteros. Lejos de una universalización de la ciencia, la ciencia ha sido espectadora de su propia vertebración. La medicina actual también ha demostrado que no existe la glándula pineal. Descartes será recordado, por tanto, como aquel señor que quiso salvar a la filosofía de la oscuridad de las sotanas y las luces de la ciencia. En pleno siglo XXI, la ética es el único salvavidas que le queda, valga la paradoja, a "la madre de las ciencias".