Hace unas semanas leí, en El País, el rifirrafe entre Antonio Muñoz Molina y Javier Cercas acerca de Galdós. Mientras uno defendía con pasión al autor de Fortunata, otro lo bajaba del pedestal. Tras seguir la contienda, recordé a Antonio, mi profesor de literatura de mis años de instituto. Recuerdo que el primer día de clase, nos pidió que hiciéramos una redacción sobre nuestro escritor preferido. El mío, sin duda alguna, fue Galdós. Y lo fue, queridísimos lectores, porque a través de su obra descubrí mi vocación por la sociología. Las lecturas de Torquemada en la Hoguera, Marianela y, sobre todo, Miau fueron una ventana abierta a una sociedad con tintes similares a la nuestra. Una sociedad marcada por la doble moral, el clientelismo político, la desigualdad laboral, los males del bipartidismo, el tráfico de influencias y la importancia del "qué dirán".
Aparte de despertar mi vocación de sociólogo, Benito despertó mi amor por la literatura. A través de su obra, aprendí el arte de la narración. Un arte que necesita el poder de la observación. El poder de mirar, con detalle, los interlineados de la calle. Y el poder, y disculpen por la redundancia, de la escucha activa, el silencio incómodo y los surcos de los rostros. Sin esa mirada profunda a los vertederos de la vida sería difícil escribir como Galdós. Benito supo sacar la instantánea de una sociedad maloliente, miserable y cruel. Galdós supo plasmar los discursos familiares, la retórica de las élites y las reflexiones más profundas. Fue precisamente esa combinación entre los refranes de la plebe y los cultismos de los nobles quien hizo de Benito un escritor transversal. Hoy, más allá de Cercas y Muñoz, muchos juntaletras critican a Benito su influencia cervantina. Critican que Galdós no fue un escritor de pedigrí sino un discípulo de Saavedra.
La presencia cervantina en la obra de Galdós no se puede considerar motivo de reproche. Y no se debe considerar porque detrás de cada escritor hay una experiencia lectora que determina, de alguna manera, el sino de su pluma. Cada obra literaria es una consecuencia entre lo vivido y lo leído. La imaginación, como dirían Locke o Hume si vivieran, no es otra cosa que la cocina de tales ingredientes. Es precisamente ese plato resultante, el que distingue a un autor del resto. Por ello, por mucho que un escritor beba de la fuente de otro, el resultado será diferente. Y lo será, queridísimos amigos, porque aunque las fuentes sean las mismas, los autores - los artistas - son únicos e irrepetibles. Y Benito era único y valiente en sus descripciones. Único en el retrato de lo feo y las vergüenzas del sistema. Valiente en su osadía por desnudar las cosas de palacio, los secretos familiares y las heridas del dinero. Por ello, sin entrar en matices. Sin entrar al debate con Antonio y Javier, la obra de Galdós goza de dignidad literaria. Y dicha dignidad es la que deberíamos respetar para que la figura de Benito sea objeto de tributo.