Revista Libros

"Trilogía de Cophenhague" - Tove Ditlevsen (fragmentos)

Por Marapsara

"  La infancia es larga y estrecha como un ataúd, y no se puede escapar de ella sin ayuda. Está ahí todo el rato y todo el mundo la ve con la misma claridad que el labio leporino de Ludvig el Guapo. Ocurre con él lo mismo que con Lili la Guapa, que es tan fea que cuesta imaginar que tuvo madre algún día. De todo lo que es feo o desafortunado se dice que es bonito, y nadie sabe por qué. Nadie escapa de la infancia, que se te adhiere como un olor. Lo notas en otros niños y cada una tiene su propio aroma. El tuyo no lo conoces y a veces temes que sea peor que el de los demás. Estás hablando con otra niña con una infancia que huele a ceniza y carbón y, de pronto, retrocede al percibir el hedor de tu propia infancia. Estudias a hurtadillas a los mayores, que llevan su infancia dentro, andrajosa y agujereada como una manta vieja y apolillada que ya ni recuerdan ni necesitan. A simple vista no se les nota que han tenido una infancia y no te atreves a preguntarles cómo consiguieron superarla sin que les dejara el rostro marcado de hondas cicatrices. Sospechas que se han servido de un atajo secreto y han adoptado su forma adulta muchos años antes de que llegara su hora. Lo hicieron un día que estaban solos en casa y la infancia les oprimía el corazón como los tres aros de metal del Juan de Hierro de los hermanos Grimm, que no se rompen hasta que su señor es liberado. Pero cuando no conoces ese tipo de atajos, hay que soportar la infancia e ir desgastándola hora tras hora por espacio de un número de años incalculable. Morir es lo único que puede liberarte de ella, por eso piensas mucho en la muerte y la imaginas como un ángel complaciente vestido de blanco que una noche bajará a besarte en los párpados para que no se abran más.
Con la mañana, llegaba la esperanza. Como un resplandor fugaz, se posaba en la melena negra y lisa de mi madre, que yo jamás me aventuraba a tocar, y se quedaba en la punta de mi lengua mezclada con el azúcar de las gachas tibias, que me comía despacio y sin perder nunca de vista sus manos finas entrelazadas, inmóviles sobre el periódico, con su gripe española y su tratado de Versalles.

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