
De entre las muchas filias y algunas fobias que padezco o disfruto, según se mire, la truchofilia ocupa un lugar destacado. Quizá, mi inclinación por el salmónido no sólo se deba a sus virtudes gastronómicas, que no son pocas: quizás algunas casualidades hayan tenido algo que ver y de ellas tratan estos tres artículos que comienzan en los Alpes Bávaros.

Berchtesgaden. Las cumbres del Hoher Göll, del Schnebstein, del Schonfeld Spitze, del Watzmann. La vista intenta abarcarlo todo, la memoria retenerlo.
Tenía dieciséis años cuando, con motivo de un intercambio deportivo de montaña, visité por primera vez la comarca montañosa de Berchtesgaden y el Obersalzberg. Me resultó fácil comprender la fascinación que por estos parajes sintieron los paisajistas románticos alemanes.


Poco tienen que ver las truchas pescadas en un lago de aguas frías y cristalinas con las que habitualmente podemos encontrar en nuestros mercados. Debido quizá a su abundancia y bajo precio y a su procedencia de piscifactorías actualmente la trucha se encuentra muy devaluada e, incluso, considerada un pescado de segunda categoría. Injusta devaluación a mi modo de ver, pues aunque no son comparables las truchas de río o de lago con las de piscifactoría, también estas últimas son capaces de procurar gratas sensaciones al paladar si son tratadas con el debido respeto en la sartén o la cazuela.
La trucha de piscifactoría es una especie diferente. La trucha de río, la llamada “pintona” por los pescadores de caña, es la Salmo trutta fario y la de lago la S. trutta lacustris, mientras que la de piscifactoría es la trucha arcoíris, Oncorhynchus mykiss que pertenece al mismo género que los salmones keta y rojo de Alaska. Estamos hablando pues de especies distintas que no deberíamos comparar.
La degradación de algunos cauces fluviales, la presión de la pesca deportiva y el aumento de la demanda han obligado a prohibir la comercialización de la trucha de río y hemos de conformarnos con la arcoíris, mas no tenemos por qué hacerlo con sufrida resignación. Las técnicas de acuicultura actuales ofrecen un producto de alta calidad, saludable y sabroso.
Las paredes del comedor no son el Watzmann y por la ventana no vemos las aguas del Königsee; en nuestro plato no luce una trucha al azul recién pescada. Pero los tonos rojos del pimentón de la Vera resplandecen dando lustre y aroma a un tradicional escabeche de truchas, de piscifactoría, sí, pero deliciosas.

Y puesto que muchos vinos mantienen unas relaciones un poco tirantes con los escabeches, con el pretexto de mitigar la nostalgia de las montañas alemanas, podemos acompañar el escabeche con una cerveza oscura de trigo (dunkelweizen o dunkles hefeweizen) y, además de disfrutar de una aromática y corpulenta cerveza, nos evitamos rifirrafes en el maridaje.
Si nos empeñamos en que sea caldo de uvas y no de cebada quien proporcione compañía a las truchas, me inclinaría por un cava rosado. Y si se busca un espectáculo más rotundo, un amontillado mantendrá con el escabeche un diálogo que no ha de dejarnos indiferentes.
Continuará (con música)...