Hace cien años, en 1924, después de ocho meses en prisión, Adolfo Hitler salió de la cárcel adonde había recalado tras intentar un golpe de Estado el año anterior. Durante su estadía en el penal, esbozó las primeras páginas de su obra Mi lucha, en la que exponía algunos fundamentos básicos de su pensamiento, incluyendo la exacerbación del nacionalismo extremo, el antijudaísmo y el anticomunismo. Un siglo después, sus ideas siguen vivas y se propagan por toda Europa, esta vez teniendo a Ucrania como centro de basificación y expansión.
Hoy, como hace cien años, el fascismo se prepara para tomar el poder. Hoy, como hace cien años, el mismo se esconde detrás de ideas socialistas. Hoy, como hace cien años, la crisis económica es el caldo de cultivo para su irradiación. Hoy, como hace cien años, les echan la culpa a «los otros» (en aquella época, a comunistas y judíos; hoy, a los rusos).
Tal vez la única gran diferencia entre ambos momentos es que en el siglo pasado tales ideas se difundían a partir de un líder mesiánico y violento, y ahora, lo mismo ocurre tras dirigentes mediocres, ignorantes y bastante limitados, algunos incluso mucho más que Hitler, aunque igualmente violentos. En esa época, el líder asumió la ejecución del plan e involucró al pueblo alemán en él. Hoy, los dirigentes europeos dejan que Estados Unidos los conduzca, que los ucranianos pongan la «carne de cañón», mientras ellos se limitan a someter a sus pueblos a la inflación, la crisis económica, el fin del estado de bienestar y el empobrecimiento paulatino.
El objetivo es el mismo y los resultados también. Pronto Europa será presa del extremismo de derecha, el supremacismo, el racismo y la crisis. Pero esta vez no vendrá el ejército rojo soviético a salvarlos y no habrá plan Marshall para su «recuperación», porque, en este caso, ha sido Estados Unidos el que ha provocado esta crisis, a fin de someter a Europa y llevarla a la total insignificancia como actor político internacional.
No, el soldado Ryan no los podrá salvar, sencillamente porque no tiene capacidad para hacerlo. Sus prioridades son Ucrania (contra Rusia), Israel (contra Irán) y Taiwán (contra China). No ha podido evitar que sus portaviones sean expulsados del mar Rojo por los baratos, pero eficientes, misiles yemeníes, reiterando lo ocurrido en el Mediterráneo cuando los portaviones yanquis intentaron amenazar al Líbano y Hizbulá. Sin necesidad de lanzarlos, le mostró a la Marina yanqui sus poderosos misiles antibuques, que la hicieron huir a toda velocidad de ese mar. Tampoco ha conseguido impedir que la cúpula de hierro israelí no sea penetrada por los misiles de Irán; no ha logrado que Corea del Sur sea inmune a las bolsas de mierda que le envían desde el norte; y ha sido imposible para Washington que los africanos no expulsen a Francia —y a ellos mismos, en algunos casos— de su territorio. Ni ha conseguido que Cuba, Nicaragua y Venezuela se rindan, y ni siquiera que Arabia Saudita continúe en el acuerdo del petrodólar. ¿Cree alguien que podrá salvar a Europa de la debacle nazifascista que la acecha?
Aunque los juicios de Nuremberg establecieron jurídicamente la derrota del fascismo y el concepto de «crímenes contra la humanidad», Occidente se encargó de proteger a muchos nazis y fascistas para utilizarlos en la modernización de su aparato industrial, en particular el de carácter militar, de forma especial aquel que se vinculaba a la propagación del uso de las armas atómicas que habían tenido su acta de nacimiento en Hiroshima y Nagasaki.
Hay que recordar que, en 1933, Hitler —como Zelenski en 2019— llegó al poder legalmente por vía electoral en un tiempo de gran malestar social y político del país. La crisis económica de la posguerra había devastado a Alemania, causando hiperinflación y devaluación de la moneda. Hitler logró capitalizar el descontento a través de la violencia. Años después, uno de sus discípulos venezolanos, Henrique Capriles, llamó a descargar la rabia a través de la violencia, causando muerte y devastación.
Cuando el partido nazi de Hitler fracasó en su golpe de Estado, recurrió a la «democracia» para hacerse del poder. La crisis de los años treinta del siglo pasado potenció el discurso nazi. El pueblo alemán, que padecía desempleo, hambre, pobreza e indigencia, empezó a exigir cambios y, ante la inexistencia de alternativas populares y democráticas, comenzaron a ver con buenos ojos a los nazis.
En las elecciones parlamentarias de 1930, el partido de Hitler obtuvo 18% de la votación, pero lo siguieron considerando una fuerza marginal. Mientras eso ocurría, los nazis manipulaban las esperanzas, temores y prejuicios de los ciudadanos. Junto a ello, volcaron toda la responsabilidad de la situación en judíos y comunistas.
En julio de 1932 hubo nuevas elecciones. Los nazis recibieron el voto favorable del 37% de los votantes, más que cualquier otro partido, pero en unos nuevos comicios realizados en noviembre de ese año, bajaron a 33%, aunque continuaron siendo el partido mayoritario. Se transformaron en un recurso imprescindible para el funcionamiento institucional del país. Conociendo el poder acumulado, se negaron a establecer alianzas con cualquier otro partido, exigiendo además que Hitler fuera nombrado canciller federal (primer ministro). Aunque en un primer momento el presidente Paul von Hindenburg se opuso a tal exigencia, terminó cediendo y designando a Hitler canciller de Alemania, el 30 de enero de 1933. Pensaron que lo podían controlar. Craso error. Aunque, durante los primeros meses de su mandato, respetó la Constitución democrática de Alemania, con el paso del tiempo, comenzó a tomar medidas para destruir el sistema, a fin de instaurar la dictadura. Tras la muerte de Von Hindenburg, en agosto de 1934, Hitler se proclamó Führer (líder) de Alemania. A partir de ese momento, fue el dictador de Alemania. Cualquier coincidencia con la situación actual no es casualidad, porque los gérmenes del nazifascismo nunca fueron exterminados.
Veamos. Después de la derrota alemana en la Segunda Guerra Mundial, altos cargos militares de las Fuerzas Armadas alemanas (Wehrmacht) encontraron cobijo en Occidente. Luego, a partir de 1949, cuando se creó la OTAN, ocuparon importantes responsabilidades en su mando, precisamente cuando se estaba elaborando la doctrina y consolidando la estructura. Algunos de ellos fueron:
• Adolf Heusinger, jefe de operaciones del Estado Mayor de las Fuerzas Terrestres de la Wehrmacht, luego presidente del Comité Militar de la OTAN (1961-1964).
• Hans Speidel, jefe del Estado Mayor del mariscal de campo Erwin Rommel, luego comandante en jefe de las Fuerzas Aliadas de la OTAN en Europa Central (1957-1963).
• Johannes Steinhoff, piloto destacado de la fuerza aérea (Luftwaffe), al mando de Herman Goering, luego presidente del Comité Militar de la OTAN (1971-1974).
• Johann Adolf Graf von Kielmansegg, oficial del Estado Mayor del Alto Mando de la Wehrmacht, luego comandante en jefe de las Fuerzas Aliadas de la OTAN en Europa Central (1967-1968).
• Ernst Ferber, teniente coronel del Estado Mayor de la Wehrmacht, luego comandante en jefe de las Fuerzas Aliadas de la OTAN en Europa Central (1973-1975).
• Karl Schnell. Primer oficial del Estado Mayor General del 76 Cuerpo Panzer (blindados), luego comandante en jefe de las Fuerzas Aliadas de la OTAN en Europa Central (1975-1977).
• Franz-Joseph Schulze, oficial de la Luftwaffe, condecorado con la Cruz de Hierro (uno de los máximos galardones alemanes), luego comandante en jefe de las Fuerzas Aliadas de la OTAN en Europa Central (1977-1979).
• Ferdinand Maria von Senger und Etterlin, teniente general del grupo Panzer, luego comandante en jefe de las Fuerzas Aliadas de la OTAN en Europa Central (1979-1983).
De esta manera, el espíritu y la doctrina nazifascista se impregnaron en la OTAN desde su fundación. De igual manera, los descendientes de los nazis siguen teniendo mucha influencia en la Europa actual. En un ensayo publicado en julio de 2022, transformado en libro en 2024, el doctor en Estudios Alemanes y Relaciones Internacionales, David A. Hughes, investigador asociado a un grupo de trabajo sobre propaganda y «guerra contra el terrorismo» global del 11 de septiembre, expone algunas similitudes entre la Alemania nazi y la respuesta a la pandemia de covid-19 como expresión de los intentos por derrocar la democracia liberal utilizando técnicas de guerra sicológica aprendida de los nazis. El libro, según sus editores «… proporciona un análisis completo y detallado de las continuidades entre la economía política de la Alemania nazi de la década de 1930 y la economía política de Occidente desde 2020».
Según Hughes, esto ha producido un «siniestro resurgimiento» del nazismo en la democracia, ofreciendo evidencia convincente para demostrar «que los peores elementos del Tercer Reich no fueron derrotados en 1945, sino que fueron incubados en secreto en preparación para su eventual regreso». Para lograrlo, Wall Street se apoyó en la CIA, a fin de proteger e insertar a los jerarcas nazis en las sociedades occidentales, la mayor parte de las veces en total secreto.
Esto llevó al abogado alemán Reiner Fuellmich, fundador de un bufete que está considerado entre los veinte mejores de su país en materia de protección de inversiones, a decir que ahora los alemanes estaban «luchando contra la misma gente que deberíamos haber derribado hace ochenta años». Fuellmich afirmó que los verdaderos criminales eran aquellos que estaban en la cúspide del sistema capitalista y que ahora, como en 1920 y 1930, buscan recurrir al totalitarismo para hacer frente a la aguda crisis del capitalismo.
Por su parte, en el ensayo de Hughes titulado «Wall Street, los nazis y los crímenes del Estado profundo» se explica en detalle que:
• Wall Street siempre ha estado vinculado al nazismo, a fin de arrasar con las demandas de los trabajadores.
• Los nazis llegaron al poder, construyeron su industria y fueron a la guerra con el respaldo de Wall Street.
• El fracaso de la desnazificación después de la Segunda Guerra Mundial se debió a que Wall Street controló el nombramiento de los funcionarios responsables de desnazificar y gobernar la República Federal, y algunos exnazis pasaron a asumir posiciones muy poderosas. Por ejemplo, el príncipe Bernardo de los Países Bajos, que sirvió a principios de la década de los años treinta del siglo pasado en la Schutzstaffel (SS, organización paramilitar al servicio de Hitler y el partido nazi en Alemania y en toda Europa), antes de unirse a IG Farben (conglomerado alemán de compañías químicas, renombrada posteriormente Pfizer, que producía la sustancia utilizada por los nazis en las cámaras de gas). Bernardo fue cofundador del grupo Bilderberg en 1954.
• Estados Unidos reclutó activamente a más de mil seiscientos científicos, ingenieros y técnicos nazis a través de la operación Paperclip. Hughes afirma que Hitler fue, quizás, «el primero en ver que la democracia liberal puede ser subvertida jugando con los miedos inconscientes de las masas» y agregó que: «Si se presenta una amenaza existencial, las masas pueden ser inducidas a sacrificar la libertad por la promesa de seguridad».
Otros nazis con influencia en el mundo de la posguerra fueron Kurt Georg Kiesinger, que se convirtió en canciller de Alemania Occidental (1967-1971), a pesar de haber tenido fuertes vínculos con el canciller nazi, Joachim von Ribbentrop, el ministro de propaganda Joseph Goebbels y Franz Alfred Six, que dirigía los escuadrones de la muerte en Europa del Este. Kiesinger fue un asiduo asistente a las conferencias de Bilderberg.
Asimismo, Kurt Waldheim, exoficial de inteligencia de la Wehrmacht nazi quien, entre 1972 y 1981, fue secretario general de la Organización de Naciones Unidas (ONU) y posteriormente presidente de Austria (1986-1992).
Continuará.
Sergio Rodríguez Gelfenstein