Elogio de la siesta
Uno se pierde un poco en la sobremesa, constata que no hay felicidad más al alcance, de tan sencillo ajuste y acomodo, como la de echar una siesta frugal, no excesiva ni rotunda, dejándose engolosinar por la modorra, embebecido por las circunstancias estrictamente cinegéticas de una sabana en Uganda o por las costumbres de apareamiento del alce en una tundra nórdica en esos maravillosos documentales de National Geographic. Es la siesta de sillón de orejas o de sofá lounge en la que la televisión cumple una de sus funciones más apreciadas: la que te facilita el ingreso en el sueño, la que te hace conciliar el mundo con tu alma y de la que extraes enseñanzas que no te dan otras actividades de más fuste o, en apariencia, de mayor envergadura. Hago aquí, hoy que no puedo, elogio a la siesta y la celebro para quien la disfrute. Da igual que sea de cama y pijama (no es ésa la mía de momento) o de salón, viendo las cuitas de la rica fauna amazónica o las penurias de una madre soltera a la que acosa un psicópata. Habrá quien no me entienda.
Poesía, Dios, Cortázar
No sé quién puede creer en algo todavía, digo en algo sutil, que no tenga asiento en lo real, sobre lo que no podamos ejercer la voluntad del científico y lo pesemos y lo midamos y lo recojamos en un matraz o en un disco duro. De verdad que se me pone muy difícil entender a quien ofrece todo su espíritu a lo insondable, a todo lo que no se deja querer por el ojo cartesiano y rígido. Lo admiro y, en parte, lo rechazo. Yo creo que en cada creyente hay un lector de poesía, pero no sucede obligatoriamente al contrario. Se puede leer poesía prescindiendo de la divinidad y de la espiritualidad del cosmos, pero no me entra que quien cree no tenga en su adentro sensible el mismo material sensorial que usa un lector de poesía (uno bueno, claro) cuando se mete en faena e intenta comprender el mundo en base a las metáforas que el mundo fabrica. Enredado en todo esto, leo estos días a Cortázar. No porque se cumplan años de su muerte. Lo leo porque me sigue impresionando su capacidad para contarnos cómo es el mundo, pero sin prestarle ninguna atención. Es un escritor grande precisamente por eso: porque construye sin saber qué está construyendo, un poco como Dios cuando forjó el mundo. Y da igual que no lo forjara: da igual que sea otro el motor primero o incluso que no exista motor alguno y todo sea un cúmulo de desdichas cuánticas o de acontecimientos inverosímilmente trascendentes. El caso es que leo a Cortázar (Las armas secretas, Cátedra) y pienso en lo poco que está Dios en las palabras que airean los de la Iglesia. Es que no tiene nada que ver una cosa con la otra. Lo tengo cada día más claro. Cuanto menos creo, más me voy entendiendo. Todavía no he llegado al descreimiento absoluto. Seguiré leyendo, no obstante, poesía.
Scorsese
Creo que Scorsese es el cine al modo en que lo fue John Ford o, en otro sentido, con menos aparato mediático, lo es también Woody Allen. No hay película de Martin Scorsese que no merezca pompa y traca y página doble en la prensa. Anoche vi El lobo de Wall Street en el cine. A poco de empezar, nada más avanzar unos minutos el extenso metraje (tres horas, ahí es nada) advertí que no pasaría inadvertida. Para bien o para mal. Scorsese hace que uno piense en el cine y note que la historia que le están contando es una historia cinematográfica y que se ha facturado conforme a criterios estrictamente cinematográficos. Luego está el hartazgo de que el buen hombre le siga fascinando el mismo argumento y lo filme desde muchos puntos de vista. Anoche no vi a Joe Pesci ni hubo mafiosos, pero disfruté (mucho) con El lobo de Wall Street. Me dejó con una sensación de extraña plenitud. No por lo que había visto en las horas anteriores, sino por todo lo que había visto en toda mi vida como espectador. No sé si me entienden. Ahora me voy a trabajar.