Revista Opinión

Tristes ausencias.(I)

Publicado el 16 junio 2013 por Romanas

Tristes ausencias.(I)  Un ensayo sobre el amor propio.  Amor propio es el amor que uno se tiene a sí mismo.  Parece algo de lo más natural pero no lo es.  Dicen que el amor es ciego, pero no lo es tanto.  Nos amamos tanto porque nos novelamos, o sea, hacemos una novela con nuestra propia vida, en la que el personaje principal, nosotros mismos, es realmente apasionante.  Y creo que hemos llegado al punto neurálgico de la cuestión. Cada uno de nosotros piensa de él que es un tipo realmente interesante cuando realmente no es más que un pobre hombre o una pobre mujer.  Y, entonce, cuando los demás nos tratan como ellos realmente nos ven, estallamos en cólera y lo mejor que hacemos es romper con ese tipo tan avieso que piensa tan mal de nosotros.  Pero ¿quién tiene razón, ellos o nosotros?  Ésta es la pregunta cardinal porque, en lugar de responder, como es debido, ellos, todos, sin excepción, creemos que somos nosotros lo que tenemos razón en ese debate que se abre con los demás respecto a nuestra propia personalidad.  Y, ahora, es absolutamente indispensable abrir el debate sobre el concepto del valor, o sea, establecer una jodida escala de valores, una axiología.  Para unos, el valor rey, el valor principal, es la libertad, para otros, la igualdad y para mi, la justicia.  De modo que los hay que se autojustifican pensando que ellos no le deben nada a nadie porque son libres.  Y otros que creen sinceramente que hacen más de lo que deben porque, a pesar de que son tan diferentes, aceptan que los otros los traten como iguales. Pero los hay también, más bien pocos, que pensamos que el valor supremo de todos los valores es la puta justicia.  Y no la jodida justicia individual, propia y exclusiva, ésa que se concreta en aceptar cada día que lo que tenemos no es más que lo que merecemos, no.  La auténtica justicia es la universal, la de todos, aquélla que atribuye a cada uno de nosotros lo que realmente le pertenece.  Y esta justicia es sagrada porque en ella se basa el correcto funcionamiento del universo.  Pero es casi inalcanzable porque se opone pugnazmente al jodido amor propio.  ¿Hay realmente alguien que no tenga amor propio?  No. Todos lo tenemos e incluso es bueno que así sea porque, si no, el asco que nos tendríamos tal vez fuera insoportable porque es muy duro, por las noches, cuando te aseas para irte a dormir, ver a aquel tipo delante de ti, y pensar y saber que es un individuo realmente repugnante.  Y no sólo se acepta sino que se considera un tipo verdaderamente insuperable.  Y no es más que una asquerosa piltrafa humana, que no tiene de tal más que la apariencia porque ser humano significa cumplir a rajatabla la máxima de Terencio: “homo sum, et nihil humanum me alienum puto”, soy hombre y pienso que nada humano me es ajeno.  Sí, está bien, pero ¿cuál es la esencia de la humanidad?  La esencia de la hombreidad, si se me permite el palabro, es precisamente ésta: ser hombre y serlo significa que todo lo que le hace distinto a los demás animales alcance en él su plenitud.  O sea, si es un animal político, según el padre de todos nosotros, los que pensamos, actuar en todo momento como tal, como sujeto activo y pasivo de un ser esencial, eminentemente colectivo, lo que, de contrario, supone renunciar para siempre a su jodida individualidad, o sea, coño, renunciar de una puta vez a su egoísmo, a su rabioso amor propio.  O sea, ser, sobre todo, para los otros, para los demás.  Coño, que parece que me ha salido algo así como una de las partes del resumen de los mandamientos, aquello de amar a Dios sobre todas las cosas y el prójimo como a nosotros mismos, amén, pero no es eso, no es eso, como diría Ortega.  Mañana, si puedo, seguiré desarrollando el tema que ya será interesante porque iré repasando, uno por uno, todos los personajes con los que me he cruzado por aqui, en la red y que son ya muchos e interesantes, para bien o para mal, cada uno de ellos ha tenido una influencia decisiva en que yo me comporte como lo hago.

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