Hoy, de vuelta del centro, he pasado con el bus por delante de la que fue y es (hasta el momento en que se venda), la casa de mis abuelos.
Ya han pasado casi 7 meses desde que murió mi abuelo y casi 4 desde que mi abuela ingresó en la residencia, pero aún no puedo evitar mirar por el hueco de la persiana, tratando de encontrar un rastro de vida en una casa que, durante muchos años, también fue la mía.
Aunque entre esas cuatro paredes ya no queda nada nada que me vincule a ellas, no puedo dejar de sentir que parte de mi quedó allí, irremediablemente atrapada, junto a la silenciosa presencia de mi abuelo, que, de la misma manera que en vida, estaba sin estar, acompañándome en silencio, en la sombra.
Ha pasado el tiempo y no logro apartar de mi mente el vivo recuerdo de mi abuelo en su lecho de muerte, y de mi abuela con la cabeza ida, sin ser capaz de apreciar la perdida y, debido a esto, ingresada hoy en una residencia en la que, aunque la tratan fenomenal y tanto física como psicológicamente se la ve mejor que en su casa, no deja de ser lo que es.
Cuando murió mi abuelo, se instaló en mi una extraña sensación: me sentí terriblemente sola. Y es que, aunque en silencio y sin grandes demostraciones, sé que con su muerte perdí a una de las personas que más me ha querido en la vida.
Sin quererlo, revivo las largas horas en el hospital, sola ante su cama, conscientes los dos de que cada hora que pasaba era peor que la anterior y que mas nos acercaba al irremediable destino. Y es que, ante mi abuelo moribundo no estaba la mujer de 31 años que hoy soy, sino la niña de 5, débil y temerosa de perderle.
Aunque fui testigo de sus últimos momentos de lucidez, robandole su última mirada y teniendo la inmensa suerte de despedirme de el y de decirle con la cruda franqueza de aquel que sabe que no tiene nada que perder, todo aquello que sentía y lo que había significado para mi, no fui yo quien le acompañó en el último momento, cuando sus pulmones dejaron de bombear y su corazón de latir.
Fueron mis ojos lo último que vio en la vida, mi caricia la última que sintió y mi voz la última que escuchó...pero se fue en silencio, en mitad de la noche , mientras yo dormía abrazada a mi hijo consciente de que posiblemente, al despertar no lo encontraría. Y curiosamente esa noche dormí placidamente...una parte de mí aún cree que esa placidez fue debida porque mi yayo veló por nosotros esa noche, aportandome la tranquilidad que necesitaba para dormir y enfrentarme al duro día que me esperaba...el día en el que le diría adiós para siempre.
Ha pasado mucho tiempo y no consigo sacarme el frío que se me instaló en los huesos el día que le dije adiós. Por primera vez en la vida, empiezo a pensar que quizás no consiga superarlo por mi misma. Quizás haya llegado el momento de pedir ayuda para poder recordar a mi yayo sin sentir este nudo en la garganta,de admitir que soy debil y que no puedo.
Quizas haya llegado el momento de admitir que con mi yayo he perdido un trozo de mi alma.