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Truro

Publicado el 21 julio 2022 por Ludovicus

Comparto un relato breve, un ejercicio para el taller literario que imparte Augusto López

Juan rebuscó entre los papeles del cajón del escritorio. Sintió en su mano el abrecartas y lo apartó en un gesto instintivo, el mismo que le llevaba siempre a huir del dolor. Cogió un sobre y lo miró sin expectativa. No sabía qué guardaba su madre muerta y solo cumplía con el trámite de limpiar la vivienda para venderla. Leyó una anotación a lápiz. Reconoció la caligrafía de su madre (“sigue desorientado y necesita volver pronto”) y la suya. Catorce años antes había escrito aquella carta, a su regreso de Truro; eso lo recordó y de inmediato lamentó el hallazgo, fue como polvo levantado, y filtrado por la luz en su memoria, que respirara y se agarrara a la garganta. Tosió.

Había sido becario en el Mount Sinaí de Nueva York entre 1965 y 1966. Hasta allí lo llevó su talento para la medicina, o mejor dicho, para el cuidado, pero fueron las influencias de su madre, falangista sin convicciones y joven viuda, las determinantes. A Juan la muerte de su padre le abrió las mejores puertas vitales. La guerra arrebata y da sin medianías, y a él, meritorio huérfano de mártir, le dio un sentido. Nunca le importó deberle a una dictadura ni su carrera médica ni sus mejores años infantiles, cuando vivía bajo el padrinazgo de un almirante que le canturreaba himnos militares. Desde niño, cerca del mar, escuchaba soplar serenas las brisas, y aquello marcó su ánimo: querer vivir siempre acariciado por un suave gesto, sin alteraciones, como dejándose resbalar sin prisa sobre un suelo helado. 

Dos folios bastaron para contarle a su madre viva las primeras semanas en aquella ciudad y su primer viaje por la costa Este del país, donde el viento sopla fuerte. Todo empezó el día en que decidió visitar el Museo Metropolitano. Dos tardes a la semana debía dedicarlas, por normativa de la beca concedida, a conocer la cultura local. Juan prefería caminar por las calles o estudiar los apuntes en un parque. O sentado en un cementerio, de tumbas abrigadas por el musgo, repasar las clases de la mañana.

Truro

Esa tarde fría de primeros de marzo decidió ir al museo porque una exposición sobre automóviles había despertado su curiosidad. Un cuadro de Edward Hopper, un desconocido para él, bastó para alterarlo. Una escena en el limbo del día, entre la luz y la oscuridad, de fondo cerúleo y farol encendido. Un gasolinero calvo, con pantalón azul y chaleco oscuro, opera uno de los tres surtidores rojos del negocio, en una carretera que cruza un bosque de coníferas. Juan sabrá más tarde el lugar exacto, pero su primera visión del cuadro es tan pura como la primera vez que abrimos los ojos. Tan cotidiano lo que vio, tan escaso en acción, que Juan sintió una honda preocupación por el protagonista. Dos casetones, uno con interior iluminado, frente a las mangueras, inquietaron al médico. 

Porque no pasa nada quizá o porque es lo previo de todo lo posible (un coche que llega, una mujer que sale de uno de los casetones, un infarto fulminante que mata al operario), ese cuadro le recordó una escapada a la sierra de Madrid, pocos años antes de este primer viaje a Nueva York, durante la que su madre le comunicó que estaba enferma. 

La misma mañana, apenas horas antes, todo era un presente eterno, inmutable, la convivencia con la madre viva y la ausencia del padre, congelada en la foto de la mesilla de noche. Bastó que su madre pronunciara una palabra para que la vida de él, la que fue y la que debía ser, cambiara. No se engañó Juan al pensar que el miedo de perder a su madre, desde entonces, había sido la razón de su distanciamiento. Prefirió alejarse lentamente que sufrir el hachazo final. 

Juan encendió un cigarro y dejó la carta sobre el escritorio. Solo recordaba que, visto el cuadro, bajó a la tienda del museo a buscar algún libro sobre Hopper. Ese día leyó por primera vez que existían Truro y Cape Cod y decidió conocer al pintor. Caminó hasta su apartamento, compartido con dos estudiantes brasileños. Había comprado un estudio sobre su obra, que dejó a medio leer, pero ya sabía lo imprescindible para iniciar el viaje: la localización de la casa del pintor. 

No esperaría a que pasaran los días. A la mañana siguiente, sin maleta y con cien dólares de sus viáticos, salió de su cuarto, dejó en la mesa de la cocina una nota para los brasileños, bajó en el ascensor y le preguntó al portero por la estación de autobuses. No recordaba el rostro ni el nombre del portero. Sí el aire cubano de su acento y un olor a colonia de flores, demasiado campestre. Había huelga de autobuses, le advirtió. Así que decidió ir en tren. No estaba lejos de la estación central y caminó sin prisa, sin sorprenderse de la vida diaria de la ciudad, pues había entrado en ese estadio de cotidianidad que debilita nuestra excitación de lo nuevo o desconocido y hace que el recién llegado, a las pocas semanas, deje de observar y comience solo a mirar lo que acontece a su alrededor. 

Juan siguió leyendo la carta y se percató de las arrugas de las dos hojas. Su madre las había leído muchas veces, quedaba un rastro de memoria dactilar. Poco contaba del viaje, solo que el trayecto en tren hasta Boston fue lento (“la locomotora debería ser jubilada o, al menos, llevada a cubrir una ruta de menores esfuerzos”, sonrió al leer el estilo pretencioso de sus cartas a la madre enferma), pero le permitió estudiar el mapa de la costa Este que había adquirido en la estación. 

De Boston iría a Provincetown en autobús, pasaría la noche allí, y a la mañana siguiente buscaría la casa del pintor, tal era su intención, y se presentaría. Luego, como escribirá en la carta que hoy lee, Juan se debió conformar con un paseo por las arenas de Truro, al norte, pues ni siquiera encontró la casa del pintor. No sabía que Hopper solo pasaba allí los veranos y que, en esos días, ni siquiera estaba en su estudio neoyorquino de Washington Square. A Hopper la muerte ya lo merodeaba silente.

El cigarro se consumió y la ceniza, como una oruga grisácea, reposaba intacta sobre el latón. Juan leyó los últimos párrafos de la carta. De lo que pasó en este viaje ése era el único rastro: regresó a Nueva York sin conocer a Hopper, acabó su beca y volvió a Madrid. 

Nunca pensó que su frustrado intento fuese un indicio de una desorientación vital, como su madre había concluido, más bien quiso verse arrastrado sin razón por primera vez, no tener los límites que su vida ordenada le acababa imponiendo. O tal vez quiso entender por qué un cuadro puede a uno cambiarlo por dentro. Juan no era entonces un hombre de profundas reflexiones ni tampoco esperaba nada trascendente de sus vivencias, pero la inquietud causada por el cuadro permaneció hasta su regreso a Truro. 

En Madrid, más de un año después, leyó que Hopper había muerto. En el instante sintió una honda nostalgia. Ahora, en casa de su madre muerta, sus dedos se le enfriaron, preludio toda su vida de la llegada de un recuerdo relevante. Su memoria y él tenían sus códigos de anunciación. Sus recuerdos eran gélidas punzaditas en las yemas de los dedos. Cómo había podido arrinconar de ese modo la experiencia de su segundo viaje a Truro, se preguntó. De ese episodio no había carta ni postal, ni notaba que pudiera encontrarlas en el cajón del escritorio. Solo le quedaba la memoria.

Entonces los dedos recuperaron el calor y Juan encendió otro cigarro. A la costa Este regresó a finales de marzo de 1968. Cumplió con los trámites para salir del país, su pasaporte era recompensa del linaje militar, pidió un permiso de un mes sin sueldo y se gastó los ahorros en el viaje. 

Diez meses después de la muerte de Hopper llegó a Nueva York. Había leído sobre el pintor, sin más interés que conocer el valor artístico de su obra y saber por qué era considerado un genial intérprete de su tiempo (“Mi propósito en la pintura ha sido siempre hacer una transcripción lo más fiel posible de mis más íntimas impresiones de la naturaleza”, le había leído en un catálogo años después). Esta vez alquiló en Herz un Ford Cortina y partió desde Manhattan, dirección norte, hacia la costa Este. 

Siete horas de viaje y entraba a Provincetown poco antes del anochecer. La atmósfera marina de la ciudad y el cansancio de la conducción sin pausa hicieron creer a Juan que llegaba en barco por la bocana del muelle viejo. Ni siquiera los kilómetros de carretera por ese cuerno de rinoceronte que forma la bahía de Cape Cod, con sus blancuzcos paisajes y un sol agonizante, evitaron que al entrar sintiera un leve vaivén. Nunca pensó que pisaría por segunda vez esa tierra.

Había decidido dormir en la ciudad, pues Truro, diminuto, le parecía un granito de un reloj de arena tumbado, desierto y enigmático, iluminado por un excelente director de fotografía, de esos que amasaban luces en tecnicolor. En Provincetown se celebraba un festival gastronómico y tuvo que ir a tres hostales para encontrar una habitación. Llegó al último, Sunset Inn, en Bradford Street, en el número 142. Aparcó en una calle trasera de la pensión y fue allí donde la vio. Pelo rojizo, de rizos algo infantiles, piernas arqueadas y carnosas, llevaba pantalón corto, pese al frío, no muy alta. La vio de espaldas. Llamó su atención la forma de caminar: como una anciana joven, o al revés. Se giró y la cara redonda le recordó a una luna llena, muy brillante. Era de noche. Ella lo vio alejarse del coche, con una maletita gris, y girar la calle para acceder a la entrada principal del hostal. A Juan le envolvió un olor a betún. Acababan de renovar el asfalto. 

Cruzó la mediana de setos del caserón de estilo italiano, tres balcones superiores entoldados. Sin llamar abrió la puerta principal, precedida por un porche desahogado entre dos ventanales con sus pórticos, ese era todo el aire señorial del edificio. Las luces interiores proyectaban geometrías perfectas y cortantes. 

“Me gustaría alquilar una habitación por dos días, no sé si puede que más, a lo mejor tres”, fueron sus palabras, “eso siempre que tenga alguna cama libre”. “Ha tenido suerte”, respondió sonriente la recepcionista. “Si me da su documentación, acabo el registro mientras se instala. Habitación 21. Suba las escaleras. Lo siento. No tenemos ascensor. Esta casa es muy antigua”. Detrás de la chica -era joven, quizá unos veinte años, aniñada para esa edad, las paletas separadas, hablaba con silbidos-, Juan reconoció en un cuadro la fachada de la casa. 

Ni abrió la maleta. Cayó en un sueño profundo. Despertó vestido y hambriento, así que no tardó en ducharse ni lo que duró una canción de la radio. Al entrar en el comedor, vio la cara de luna de la mujer. Doble bienvenida, la de anoche y la de ahora. “Me llamo Nivi, estoy de visita en la ciudad. ¿Usted?”, le dijo en un inglés construido sin sílabas, más bien encadenado. “También estoy de visita, me llamo Juan”. 

Eran dos extraños que necesitaban hablar. Ella, le contó, era trabajadora del Whitney Museum de Nueva York. Ahora en la casa de su madre muerta, Juan solo recuerda que tardó en compartir por qué había recorrido miles de kilómetros para conocer a Hopper. A Nivi tampoco le extrañó la explicación, si algo en la vida importaba era el arte, había dado sentido a su vida y estaba segura que así sería el resto de ella. Así que cuando supo que era Hopper la razón, solo dijo: “Tenemos el mismo motivo. El Whitney ha recibido el legado de los Hopper, centenares de obras, imagina lo que puede costar esa colección, perfectamente documentada. Llevaban un puntilloso registro de las obras, sobre todo, Jo, la mujer, tomaba nota de cada venta. Pero nos han advertido de que no han llegado todas las cajas, faltaba una caja de las de Truro”, algo así contó. “Vine hace dos años a conocerlos, aquí, pero no estaban. No llegué a encontrar la casa”, a Juan le tranquilizó decirlo. Nivi sugirió visitar juntos la casa. El Ford de alquiler solucionaba su falta de transporte, y ahorraría un gasto al museo, y ella llevaría a Juan a la casa de Edward y Jo.

Salieron de la ciudad, bajaron por la South Truro Road, dejaron a la izquierda una vieja iglesia, cruzaron la línea del tren y enfilaron hacia la playa de la bahía de Cape Cod. A pocos metros del océano, vieron el tejado de la vivienda. Nivi sonrió a Juan, que redujo la velocidad para sortear las piedras enterradas en la carretera arenosa. 

En el collado el viento soplaba fuerte y Juan pensó que los granos de arena se convertirían en pecas en las mejillas de Nivi. La casa estaba construida en comunión con el sol. Aquello era obra de un pintor y no de un arquitecto. No por obvio, pensó Juan, era menos sorprendente. Nivi sacó la llave de su bolso, abrió la puerta y se la colgó del cuello. Entraron y la luz de la habitación le pareció a Juan hecha de materia grasa. Sobre los muebles, el resplandor de la mañana parecía aceite derramado. No hubo momento alguno de oscuridad y, menos, ningún olor a casa cerrada. Pocos pasos después estaban en la estancia que servía de estudio. Nivi sonrió y dejó solo a Juan. La madera de la chimenea parecía recién quemada. Quedaba en la casa un soplo de vida cotidiana.

Nivi comenzó a rebuscar en el armario del cuarto de los Hopper. Algunos restos de pintura en el suelo delataban que alguna vez la sala fue un estudio. Juan miró por el gran ventanal, un altísimo retablo de luz. (“Busco una caja blanca, así viene descrita en el inventario”, “no encuentro nada”, “creemos que la caja blanca son facturas”, “¿dónde estás?”). Juan había salido. Descendió la colina en sentido del mar. Nivi salió al porche. Desde la playa, Nivi era solo un brillo, quizá la llave en su cuello. 

A la vuelta, en la casa no encontró a Nivi. Quedaron las paredes muertas. La vio en el coche, con una cajita blanca sobre las piernas. “Nos podemos marchar”, le dijo. Juan le propuso llevarla a Nueva York, ella aceptó. En las horas siguientes no hubo más palabras. 

A Juan no le importaba el silencio. “Podemos visitar la tumba de los Hopper, en Nyack. Él nació allí”, le sugirió Nivi. A las dos horas entraban por el cementerio. No les fue difícil encontrar la tumba del matrimonio. Jo había fallecido días antes. Nivi se paró a comprar flores. Él se interesó por un grupo de jóvenes hippies. No la volvió a ver. Ni en el Whitney, a donde fue al día siguiente, ni en la biblioteca de la escuela de arte, donde investigaba para su tesis. La ausencia presidía la vida de Juan. Esta fue una más.

La marea alta de la oscuridad inundó la casa de la madre de Juan. Encendió una lamparita y un círculo perfecto recortó el tablero de madera del escritorio. Siguió con el índice los límites tenebrosos y el juego de sombras le divirtió. Poco o nada tenía que hacer allí. Podría caminar con los recuerdos, el de Nivi, que había rebrotado.

Juan prefirió recordar que leer. El papel ardió sin urgencias. Las llamas tímidas, algo asfixiadas, calcinaban en círculos las cuartillas, formas oculares y vacías, mientras Juan olvidaba aquellos años. Los recuerdos, como la ceniza, quedaron en el fondo de su memoria, como el polvo lunar espera el viento que lo lleve a un nuevo destino.

Al pisar la calle supo que era la última vez que estaría en la casa de su madre muerta. Dejó pasar las horas mirando por la ventana del café frente a su piso de la glorieta de Bilbao. Pidió el teléfono y marcó el número de Elena. Dio cuatro tonos y colgó.  

Llegó a su casa. No tardó en encontrar la biografía del pintor, con el marcapáginas donde lo dejó doce años antes. Avanzó por el libro y como en un salto en el tiempo llegó al final, a una recopilación de fotografías.

La imagen a página entera le mostró a Hopper ante un cuadro en su estudio de pintura de la casa de Truro. Al fondo, la pared de ladrillo visto de la chimenea. El pintor mezcla colores en su paleta, colocada sobre un taburete de madera, antes de dar una pincelada a la escena luminosa de una habitación desnuda, con una ventana a la izquierda. Hopper viste en la foto camisa de cuadros abotonada y pantalón altísimo de cintura. Sus largas y enormes manos empequeñecen el lienzo y a la mujer del fondo. Juan observó la llave colgando de su cuello. La vejez hizo más reconocible a Nivi, que en el pie de foto era citada como Josephine Verstille Nivison, esposa del pintor.  

Junio de 2022


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