Tú, varada en la imagen difusa
de los escaparates mal ensuciados
de los comercios vacíos.
Tú, irrenunciable en la sonrisa
que de pronto no soporta comparación
de la chica que se fuma el cigarro
todas las mañanas en la puerta del Druni.
Tú, en el regreso del asombro,
en la jauría de sueños que me quitas
y regresan con Síndrome de Estocolmo.
Tú, en la cola del pan y del paro,
en el vagón del Metro
en el que me muevo sin moverme.
Tú incrustada en cada una de mis células,
de mis versos y los de otros;
tú, no perfecta, sino exacta,
como dice Pablo Benavente.
Tú, en cada matiz de luz fugitiva,
en las múltiples variaciones del sonido.
Tú en los ojos pequeños del tío más bueno
de la pantalla, que igual enamora a un robot
que toca de maravilla la guitarra.
Tú en las recomendaciones de los libreros
y en las flores de plástico de los hospitales
y en las tormentas que nunca te llegan
y en las canciones, obvio, y en las cervezas frías.
Tú, sucediéndome.