Revista Cultura y Ocio

Tu me dices ven

Publicado el 14 enero 2019 por Biblioteca Virtual Hispanica @BVHispanica


A.M. MolinaLa primera noche, recién instalado en el apartamento, con los cajones de los libros todavía sin abrir y la mayor parte de su ropa -la que al cabo de muy poco tiempo, imaginó, compartiría el olor de la ropa de Susana- guardada en una maleta, Guzmán decidió acostarse temprano. Se sirvió una copa, escogió una última cinta para el casete y una novela para leer en la cama. Hasta las diez había estado trabajando con felicidad y provecho en un artículo sobre pintura. Juzgó que Susana lo aprobaría cuando lo leyera. También aprobaría, sin duda, el apartamento que él había alquilado para los dos, aunque estuviera casi del todo vacío, los ventanales orientados al sur, el rumor del agua que no se detenía nunca, porque un río pasaba muy cerca, tras una hilera de árboles que lo ocultaban. Cuando ella viniera sería tiempo de empezar a amueblarlo. Por ahora, Guzmán sólo tenía -aparte de la maleta de la ropa, del ordenador, del casete y los cajones con los libros- una mesa, algunas sillas y una cama, demasiado grande para él solo, que parecía exigir la presencia de Susana y hasta vaticinarla. También tenía un teléfono: estaba en el suelo, junto a la mesa del ordenador, y no había sonado desde que la empleada de la agencia se marchó dejándolo solo. Guzmán, supersticiosamente, lo descolgaba de vez en cuando para comprobar que daba la señal. A media tarde, antes de ponerse a escribir, había llamado a Susana. No la encontró en su oficina. Le desasosegaba la urgencia de contarle cómo era la casa que iban a compartir, qué se veía desde las ventanas: un río, una alta línea de árboles, edificios de muchos pisos a lo lejos. Antes de acostarse volvió a marcar el número de ella. Ahora comunicaba; sin duda estaba todavía trabajando. Tuvo la tentación de llamar a su casa, pero eso equivaldría a arriesgarse a oír la voz de su marido. No insistió: a Guzmán, desde que Susana había resuelto irse con él, le daba miedo abusar de la felicidad. Tres o cuatro días más y vivirían juntos, en otra ciudad, en la casa que él había elegido.Se dio una ducha -los grifos sonaron al principio de una manera extraña, como si circulara por ellos un aliento de asmático- y mientras el agua demasiado caliente le mojaba la cara pensó en la posibilidad intranquilizadora de que sonara el teléfono. Cerraría el grifo a toda prisa, se envolvería en una toalla, tiritando de frío, cruzando el pasillo mientras se repetía el pitido del teléfono y él no lo alcanzaba: cuando llegara a levantarlo, Susana tal vez ya habría desistido, y no podría escuchar su voz esa noche. Nada ocurrió: sólo el ruido del río, cuándo salió del cuarto de baño, secándose el pelo. El río sonando y moviéndose en la oscuridad, con la indiferencia de un corazón que late, de un animal que respira. Al asomarse a la ventana del comedor vislumbró tras las copas de los árboles el brillo oscuro del agua, en la que se reflejaba la luz de una cabina telefónica. Mientras se acostaba, más bien incómodo por la extrañeza de aquel dormitorio que iba a ocupar por primera vez, Guzmán quiso pensar en las personas que habrían vivido antes que él en ese mismo apartamento. Pero no pudo imaginar a nadie. Así logró no sentirse un usurpador. Puso una cinta que le pareció adecuada a la ligera melancolía que empezaba, sin motivo, a ganarle. Era la copia de un disco grabado en 1938, durante una transmisión de radio, un programa de música bailable. Abrió las páginas de la novela que había tenido intención de leer. Lo desalentaron los nombres demasiado prolijos de los personajes, que sobrellevaban vidas sin interés en una pequeña ciudad de Inglaterra. El autor fingía una demorada placidez, sin duda con el propósito de que la alterara un crimen. Cuando ya estaba casi dormido, con la novela cayéndosele de las manos, Guzmán se incorporó. Había sonado el teléfono. Pero no allí, en su apartamento, sino en casa de algún vecino que se habría ausentado, porque los timbrazos se repitieron largamente, para cesar con esa brusquedad con que se calla un teléfono en una habitación vacía. Dejó en el suelo la novela. Apagó la luz. Se olvidó de apagar el casete, o acaso le faltó voluntad para hacerlo, porque ya estaba dormido. Recordó en sueños que cuando era un adolescente bebía dos o tres vasos de agua antes de acostarse: le habían dicho que si uno bebe mucha agua sueña con la mujer de la que está enamorado. Quiso soñar con Susana. La vio tendida en una cama, mirándolo, con el embozo blanco a punto de deslizarse de sus hombros desnudos. Luego era él quien estaba en la cama y ella se le acercaba y se quedaba inmóvil, mirándolo dormir. Se despertó: alguien había estado frente a él hasta un segundo antes de que abriera los ojos. Alguien le hablaba, en inglés: una voz lejana y metálica anunciaba la próxima actuación de la orquesta de Chick Webb en el Dancing Hall de Boston. Buscó a tientas los mandos del casete y lo detuvo. Ahora sólo escuchaba las aguas incesantes del río. Se acordó de unas palabras leídas en la Biblia: la voz de muchas aguas, y tuvo miedo de no poder dormirse. Le ocurría siempre en los hoteles, en las casas desconocidas, en los lugares donde Susana no estaba. Fue entonces cuando oyó por primera vez los pasos. Podía ser un ruido de carcoma, o el eco del viento: era el sonido de unos pasos. Lentos, no demasiado cautelosos, moviéndose tal vez con suelas de goma, al otro lado de la pared, en el salón, donde estaban el ordenador y el teléfono y los cajones de los libros. Oyó también una respiración que parecía un principio de llanto, pero tal vez era la suya. No quiso dar la luz: denunciaría su presencia. Cuando el río se escuchaba más fuerte desaparecían los pasos y él pensaba que ya podría dormirse otra vez. Pero siguió oyéndolos, despegándose como ventosas del suelo de madera, avanzando, no sabía hacia dónde, hacia la puerta del salón, que crujió levemente y luego siguió abriéndose con el mismo rumor con que se despliega una capa, hacia el pasillo y la puerta cerrada del dormitorio donde estaba él, rígido en la oscuridad, desnudo y rígido bajo las sábanas, inmóvil, con los ojos abiertos. Quiso recordar que había asegurado el cerrojo de la puerta, que había cerrado las ventanas, pero esa parte de su memoria estaba dolorosamente vacía: no cerró la puerta, no hizo caso de las recomendaciones de los periódicos, que hablaban siempre, asesorados por la policía, de la necesidad extrema de la precaución. Alguien vigiló el apartamento durante las semanas o meses en que permaneció vacío. Alguien supuso que podía asaltarlo con impunidad. Guzmán escondió la cara debajo de la almohada y repitió una salmodia aprendida en la infancia, cuando le apagaban la luz y el mundo entero era un bosque de oscuridad y terror, ay, madre mía, mía, mía, quién será, cállate, hijo mío, mío, mío, que ya se irá. Pero no se iba, y Guzmán seguía oyéndolo, recorría el pasillo y se estaba acercando a la puerta cerrada, con una linterna, tal vez, con una navaja o un revólver, con un trozo de metal rudimentario y homicida: lo matarían esa noche y él ya no volvería a ver a Susana, se quedaría muerto, con la cabeza hendida, y el teléfono sonaría en la casa sin que se movieran sus ojos abiertos, su cuerpo estaría corrompido cuando lo encontraran, cuando Susana ya hubiera pensado que él no había tenido valor para cumplir lo que acordaron al final de una noche de insomnio y de deseo en la habitación de un hotel. Se detuvieron los pasos: al menos él dejó de escucharlos. Sólo oía el latido de su corazón, y las aguas del río. Tal vez había sido víctima de las alucinaciones del sueño. Si se levantaba y comprobaba los cerrojos, de la puerta, estaría a salvo del miedo. Durante varios minutos no escuchó nada. En un apartamento próximo el teléfono volvió a sonar, pero esta vez no lo inquietó. Guzmán saltó de la cama, se puso el albornoz. Abrió la puerta del dormitorio y vio un rescoldo de luz al fondo del pasillo. Al moverse oía crujir las articulaciones de sus huesos. Con el coraje de quien nos puede morir porque ya está muerto avanzó hacia el salón, empujó la puerta. La pantalla del ordenador fosforecía ante él, en medio de la oscuridad. Al acostarse se había olvidado de apagarlo. Junto a la última palabra escrita parpadeaba un pequeño rectángulo blanco, como un tictac silencioso. Examinó los cerrojos de la puerta y los marcos de las ventanas. Ciertamente había oído pasos, pero no era posible que hubiera entrado nadie. Luego, hacia las cuatro de la madrugada, estuvo fumando en la cama, sin encender la luz. Le pareció que alguien, cerca de él, rozaba con las uñas una superficie de madera pulida, y que ese roce no contenía una amenaza, sino una súplica. Se despertó tarde: seguía oyéndose, al otro lado de las cortinas del dormitorio, el rumor del agua. Desayunó en un bar, envió por correo certificado el artículo que había escrito la tarde anterior. El dinero que iban a pagarle por él tendría una cualidad nueva, porque estaba destinado a gastarse en su vida con Susana. Intentó llamarla desde un teléfono público. En la oficina que aquella misma semana ella iba a abandonar le dijeron que no estaba. Guzmán dijo su nombre, para que le tomaran el recado, y dio el número de teléfono del apartamento: estaría allí, sin falta, desde las cinco de la tarde. Pero esa precaución era inútil, porque lo primero que había hecho el día anterior, cuando le entregaron las llaves, fue llamar a la oficina de Susana para decir ese número que ella aún no había usado.  Al colgar, tal vez por culpa del desaliento de no haber hablado con Susana, Guzmán notó un intenso cansancio. Hacía calor: no había dormido bien durante la noche. En el mostrador de aluminio de la cabina vio varios números de teléfono escritos con bolígrafo o trazados con objetos punzantes, estos últimos de una manera torpe, como si quien los anotó hubiera usado la mano izquierda. Repitió en voz alta el de su apartamento, que ahora estaba vacío y más bien en desorden, iluminado por el sol que entraría por las ventanas orientadas al sur. «El sol entra a raudales», recordó que le había dicho la empleada de la agencia. Guzmán buscó una moneda, la introdujo en la ranura, pensando que Susana tal vez ya había vuelto a la oficina. ¿No lo desdeñaría si se enteraba de que estaba siempre llamándola por teléfono, no llegaría a abrumarle la monotonía de su amor por ella? Se contuvo, y no la llamó. Marcó el número del apartamento. Oyó una y otra vez la señal, imaginando el sonido del timbre en el salón, imaginando, con una cierta sensación de irrealidad, el ordenador, las cajas de libros, el casete junto a la cama deshecha, ese rincón del cuarto de baño donde había dejado una toalla sucia. Lo sorprendió descubrir que nada es más extraño que lo más común, que la casa donde uno vive cuando no hay nadie en ella. La señal se interrumpió: ¿y si alguien había levantado el auricular? Oyó un pitido más breve: su vana llamada no seguía sonando. Comió en un restaurante barato, mirando la televisión. Después del café ayudado por la modesta euforia de una copa de licor helado, imaginó con perfección la cara de Susana, el vértigo de su cuerpo blanco y cálido, delgado y largo como los desnudos de la pintura manierista. Guzmán se ganaba la vida escribiendo en revistas de arte. Le habría gustado ser pintor y retratar a Susana: su nariz, su barbilla, sus labios apretados cuando sonreía, el modo en que cambiaba su rostro cuando se dejaba suelto el pelo o cuando se lo recogía. Le extrañaba que otros hombres pudieran amar a mujeres que no eran como ella; le extrañaba más aún que, entre todos los hombres del mundo, ella lo hubiera elegido y que para quedarse con él hubiera renunciado a todo, incluso a la prosperidad y a la decencia. «Si tú me dices ven», le había dicho Susana, citando la letra de un bolero que los dos preferían: «Si tú me dices ven, lo dejo todo...» A las cuatro y media de la tarde ya había regresado al apartamento, por si se adelantaba la llamada de Susana. Semanas atrás había aceptado irreflexivamente el compromiso de escribir una o dos páginas para el catálogo de la exposición de un pintor que no le importaba en absoluto. Irritado consigo mismo, inhábil para mentir los laboriosos elogios que le solicitaban, bebió y fumó estérilmente ante la pantalla del ordenador. Al anochecer, sin más fruto que media página mezquina, estaba un poco borracho y le dolía la cabeza, y no era capaz de recordar la cara de Susana. Bajaría a cenar algo: una o dos cervezas en la barra de un bar le aliviarían. Se dijo con tristeza que el teléfono no iba a sonar durante su ausencia. Desalentado y algo indigno, como quien ha cometido una infracción que sólo él conoce, salió del apartamento, y nada más cerrar la puerta tuvo miedo de haber olvidado las llaves. Las encontró en un bolsillo de la chaqueta, tras unos segundos de incertidumbre angustiosa. Dio vueltas por la ciudad, sin atreverse a entrar en los bares vacíos. Entró en una cabina de teléfono. Su alto prisma de luz brillaba al otro lado de una esquina en sombras. No llamó a Susana; íntimamente le había vencido la sospecha de que ya no volvería a oír su voz. Pensó de nuevo en el apartamento sin nadie, en el salón alumbrado por las farolas de la orilla del río. Marcó su propio número. Una voz le contestó enseguida, una voz de mujer; era Susana, desde luego, había adelantado su viaje y por eso él no pudo encontrarla cuando la llamaba. La voz dijo con desgana: «Destilerías Soto, dígame.» Guzmán colgó, desengañado, exaltado de alivio y de culpabilidad. Sin darse cuenta había marcado otro número. Repitió mentalmente las cifras del suyo, dos veces, antes de marcar de nuevo. Le temblaba el dedo índice de la mano derecha. Pensó, mientras escuchaba la caída de la moneda en el interior del mecanismo automático: «Estoy borracho. Estoy volviéndome loco..» Contó cada pitido, hasta el décimo, paralizado por la convicción de que cuando sonara el próximo alguien levantaría el auricular en su casa, donde no había nadie, la casa de un desconocido, de un hombre o de una mujer que la habían abandonado y a los que él, Guzmán, que usurpaba el espacio de sus habitaciones, nunca llegaría a ver. Vivos o muertos, le eran inaccesibles. Vivos o muertos habían respirado y dormido en ese mismo lugar y se habían mirado la cara en el mismo espejo del cuarto de baño donde él se miraría esa noche al lavarse los dientes. También la calle por la que caminaba ahora había sido transitada por desconocidos, por muchedumbres de muertos que nunca pensarían en quiénes iban a nacer cuando ellos ya no estuvieran. Guzmán buscó un taxi, y cuando le dio al conductor la dirección de su casa volvió a sentir que estaba cometiendo una usurpación. Antes de abrir la puerta, mientras buscaba la llave, supo que el apartamento iba a serle hostil, y temió que ni siquiera la llegada de Susana remediaría esa sensación de que algo, por culpa suya, de Guzmán, estaba malográndose. No ignoraba que hay lugares fracasados, porque había vivido en alguno de ellos. Aseguró los cerrojos, revisó uno tras otro los marcos de todas las ventanas, se encerró en el dormitorio con un frasco de valium que dejó sobre la mesa de noche, sin abrirlo. Tenía miedo de no dormir, tenía miedo de quedarse dormido y de no estar en guardia si volvían a sonar los pasos. Apagó la luz: en la oscuridad era más sonora la corriente del río. No durmió, no extendió la mano para buscar los somníferos o los cigarrillos. Se quedó quieto, de costado, las rodillas contra el pecho, abrazando la almohada, vencido por el desconsuelo de no estar con Susana y no saber nada de ella. Miraba sucederse en la pequeña pantalla del despertador los números rojizos, que despedían una tenue claridad de brasas enfriadas. Al filo de las tres oyó algo, como una llave que rozara el metal de una cerradura sin acertar a abrirla. Hundió la cabeza debajo de la almohada y durante unos segundos sólo escuchó el lento ruido de su sangre y se sintió perdido en un oscuro territorio entre la consciencia y el sueño. Pensó: «Nadie puede entrar, nadie puede abrir los cerrojos», pero ahora oía con exactitud y terror que una puerta muy pesada, la del apartamento, se estaba deslizando, estaba siendo empujada suavemente por alguien, alguien que respiraba en la sombra, igual que él, alguien que tal vez no le estaba buscando o que no necesitaría encender ninguna luz para avanzar por el pasillo y abrir la puerta del dormitorio y encontrarlo. Sofocado bajo la almohada y las mantas, notaba rápidos escalofríos como los anuncian la fiebre. Oyó otra vez los pasos, que de pronto no le parecieron los de un invasor, sino los de alguien muy cansado, que ha caminado mucho y arrastra con desgana los pies. Calculaba el espacio que le separaba de esa presencia, el lugar de la casa donde estaría ahora mismo, buscando a quién tanteando las paredes en la oscuridad con las yemas de los dedos, arañándolas, arañando la puerta del dormitorio, sin convicción ni furia, con una fatigada desesperación, como si le fuera imposible girar el pomo y supiera que esa puerta no se le iba a abrir. Pues ya era indudable que se había detenido al otro lado de la puerta del dormitorio donde yacía Guzmán, incorporado ahora, conteniendo la respiración. Volvió a oír el gemido de la noche anterior, más próximo esta noche y más ahogado y desgarrado, con intervalos casi de dulzura: sugería un dolor lentísimo, como el de un enfermo que está solo y no puede dormir. Cesó de pronto, cuando Guzmán, en un arrebato de temeridad y delirio, encendió la luz. Se sentó en la cama, con los ojos fijos en la puerta cerrada, en las paredes blancas. Ahora únicamente escuchaba las aguas del río. Tenía que vestirse y salir de allí, tenía que hablar con Susana, aunque fuera muy tarde y no le quedara más remedio que despertar a su marido: fingiría otra voz al preguntar por ella. Al salir del dormitorio fue encendiendo una por una todas las luces del apartamento. Iba odiando inconteniblemente las habitaciones a medida que las atravesaba. Nunca le pertenecerián, y si llegaba a compartirlas con Susana, aquellas paredes blancas en las que quedaban huellas de cuadros descolgados conspirarían contra ellos hasta expulsarlos del amor. Pero también sospechaba que esa expulsión ya se había producido, y que él estaba solo en mitad de la madrugada de una ciudad extraña. Miró su ordenador y los cajones de sus libros como si, fueran de otro, y al salir cerró de un portazo y esperó con una sorda impaciencia que llegara el ascensor. Entonces se dio cuenta de que no había llamado a Susana. Pero no quería entrar de nuevo, la llamaría desde la cabina de la calle, y ya ni siquiera le urgía la necesidad de decirle que viniera cuanto antes, sino de advertirle un peligro que él mismo ignoraba, pero del que ahora estaba huyendo.  Junto al río, entre los árboles, había una hilera de farolas apagadas. La única luz que alumbraba la calle era la de la cabina telefónica. Para atreverse a llamar, Guzmán encendió un cigarrillo. Tantas veces había marcado esos mismos números, con tanto miedo, aguardando la voz de Susana en el auricular, colgándolo apresuradamente cuando no era ella quien hablaba. Esta vez no lo haría. Imaginó para sí mismo una voz neutra y adecuada, como la de un compañero de trabajo obligado a una consulta urgente. Pensó que llevaba muchas horas sin decir en voz alta el nombre de Susana y que ése era otro indicio de que la estaba perdiendo. Por fin llamó. Había previsto que la señal sonaría varias veces antes de que contestara alguien. Inesperadamente oyó una voz masculina, la del marido de Susana. Había descolgado con inmediata brusquedad, como si hubiera estado montando guardia durante toda la noche junto al teléfono. «¿Está Susana?», dijo Guzmán, y su propia voz le pareció lamentable. «Sé quién eres», murmuró el otro, respirando despacio, y se quedó callado. «Quiero hablar con Susana», dijo Guzmán. «Sé quién eres -volvió a decir la otra voz, con una especie de serenidad inhumana tensada por la fatiga y el odio-, estaba esperando tu llamada. Susana no puede ponerse.» «¿Es que se ha ido?», dijo Guzmán, y el otro tardó casi un minuto en contestarle. «Quería irse. Preparó la maleta. Me dejó una carta sobre la mesita de noche.» Se detuvo un instante, como si le faltara el aire. Guzmán sólo oía su respiración en el auricular. «Pero yo no la he dejado.» «¿Dónde está?», Guzmán casi gritó, apretando con las dos manos el plástico húmedo y caliente. «No está en ninguna parte -la voz era ahora tan helada como la de un contestador automático-, está muerta, desde anoche. La he matado yo. Está conmigo.» Guzmán no escuchó nada más, sólo un pitido larguísimo que lo inmovilizaba, obligándole a sostener todavía el teléfono inútil. Ahora comunicaba. Salió de la cabina temblando de frío, desbaratado por la súbita irrealidad de todas las cosas. En su memoria se repetía aquella voz como una cinta grabada. «Está muerta. La he matado yo. Está conmigo.» Dio unos pasos, sin saber hacia dónde, oyendo muy cerca el caudal del río. Cualquier acto futuro le pareció tan imposible como los propósitos que concebimos en sueños.. Entonces miró hacia arriba, hacia los últimos balcones del edificio oscuro donde había creído que viviría con Susana. En uno de ellos había luz y se perfilaba la silueta de alguien con una nitidez extrema, una figura inmóvil, recortada en cartulina negra. Se estremeció al comprender que estaba mirando los balcones de su apartamento.. Pero al fijarse más dudó que aquella sombra fuera una figura humana, y luego entendió que sí, y lo aceptó, a pesar del miedo que ahora empezaba a guiar sus pasos como el hipnotismo de un precipicio. Alguien estaba acodado en el balcón, mirando hacia abajo, hacia él, que ahora salía del círculo de luz de la cabina y se internaba en la penumbra, alguien que lo había rondado invisiblemente desde la primera noche y lo había llamado sin que él llegara a comprender nada, sin que él se atreviera a abrir los ojos. Enaltecido por la lucidez y el espanto, Guzmán entró en el portal y oyó cerrarse lentamente tras él la puerta de la calle, caminando ahora hacia la luz del ascensor, acordándose de aquella canción, repitiendo sus versos, si tú me dices ven. El miedo subía por su cuerpo con la misma velocidad con que se iluminaban los números sucesivos de los pisos, y al llegar al suyo, Guzmán tardó unos segundos en salir, inhábil y muy lento, como si el aire en que se movían sus manos y sus pies fuera de algodón, de una materia enrarecida. Miró la puerta cerrada, la pupila pequeña y redonda de la mirilla, como un ojo viviente incrustado en una pared, la cerradura donde un instante después iba a introducir la llave. Sonaba como un metrónomo el tictac de la luz de la escalera. Guzmán sacó la llave, adelantó la mano hacia la cerradura, pero entonces escuchó un leve giro de los goznes y le pareció que el pequeño ojo de cristal lo estaba mirando. Guardó la llave, apoyó la mano en la puerta, no le hizo falta empujarla para que se abriera, invitándole.

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