Hace unos días un porrón de días leí un artículo de un informático que se había cansado de cobrar por horas. Según él, cuanto mejor trabajaba (más rápido, con mayor calidad, etcétera), menos cobraba. Cansado de ello, decidió hacer una criba entre sus clientes y empezar a cobrar por proyecto.
¿En qué se basaba Arturo, el susodicho informático, para poner precio a su trabajo? Rápidamente entendí que había modificado el planteamiento clásico del freelance: pasó de cobrar las horas que trabajaba a que le pagasen los dolores de cabeza que su experiencia le ahorraba a sus clientes. Dicho de otro modo, estipulaba un precio por proyecto, y si el cliente estaba de acuerdo, perfecto; y si no, sigue habiendo por ahí muchos otros informáticos dispuestos a trabajar por cuatro duros.
Lo anterior yo también lo he vivido; y después de los dos, tres, cinco primeros años en los que te encomiendas a Dios, Ganesha o Buda para llegar a fin de mes, es quizá un salto terriblemente complicado de dar: subir tu tarifa por hora, presupuestar por proyecto, cobrar diez a un cliente y cuarenta a otro, o tantas otras cosas.
A medida que leía, me vino a la cabeza el quid de la cuestión: diez, quince o cien era el valor del tiempo para los demás; yo simplemente lo había aceptado (o me lo había tenido que tragar). Todo lo que este informático decía se podía resumir en: uno, los otros no valoran el trabajo que realizo y, dos, la gente no quiere pagarme las horas que realmente necesito. Y quizá, la más importante: la tres, la gente no entiende que la dedicación de un proyecto empieza cuando descuelgo el teléfono, contesto su e-mail o me reúno con ellos.
Con esa idea en mente, o retumbando aún por ahí, sonó el teléfono:
—Necesitamos una presentación corporativa —dijo, en resumidas cuentas.
—De acuerdo. Mira, nosotros recopilamos toda la información de la que disponéis, analizamos vuestra competencia, planteamos unas primeras pruebas, nos destrozáis un poco las ideas iniciales, reorientamos… —le expliqué—.
—Tenemos que reunirnos mañana —replicó.
Entonces, le planteé el problema de movilizar a un equipo o, en este caso, a un redactor y reunirnos en menos de veinticuatro horas para plantear un proyecto de esos que salen dos o tres al mes, que no tienen complicación alguna, y que vale la pena comercializar más baratos, siempre que no te coman la cabeza. Coser y cantar, vamos.
Además, es importante señalar que, en un equipo de veinte o cuarenta personas, sería factible dedicar el tiempo de una persona a ello (aunque poco rentable), en empresas más pequeñas, la cosa cambia. Accedí a vernos unos días más tarde, no obstante, y le planteé un encarecimiento de un par o tres horas de trabajo al proyecto.
Tampoco era cuestión de pasarse, y como es ese porcentaje mínimo en cualquier sector, decidí no ser más papista que el papa, evidentemente. No era cuestión de cobrar por hacer un presupuesto o por escribir un correo electrónico; todo ello sería un poco… ¿exagerado, no?
Sin embargo, en los dos últimos años de trabajo —cuando, por fin, las cosas han empezado a funcionar como siempre nos hubiese gustado— el porcentaje de reuniones crecía y crecía. Eso es bueno. Pero con matices. Mientras las multinacionales nos enviaban proyectos de dos y tres meses de duración sin una reunión, el señor del kiosko quería quedar dos días seguidos para pulir los detalles de un cartel publicitario de dos líneas de extensión.
Necesitábamos un filtro. Y cuando el comercial de la presentación corporativa se levantó a los veinte minutos, me convencí de ello. Afirmó que no quería pagar la reunión como habíamos acordado por teléfono y por correo electrónico, que no lo había entendido así, y patatín y patatán. La cara me delató, eso sí, y antes de que saliese por la puerta le expliqué por qué no quería acoger su proyecto y qué había ocurrido.
Si estás leyendo esto desde el principio, dirás: “Menudo cabreo que te cogió: vaya listo el tío.” Pero no. Cuando estás en un sector tan voluble y poco fijo como el marketing digital, sabes que hay un porcentaje de encargos que salen, otros que parecían la panacea y rezas para que terminen y que, de vez en cuando, te encuentras con alguna perla en la mar que hubieses dicho que, de lejos, parecía poco más que una anilla de coca-cola.
¡No puedes tratar así a los clientes!
Lo primero que salió por sus labios es: “Estamos muy decepcionados, no puedes tratar así a un cliente.” Por supuesto, se equivocaba; cada cual trata a sus clientes como le da la gana, y apechuga. Desde el panadero borde hasta el comercial consecuente con su propia ideología o el periodista que no accede a escribir sobre ciertos temas por mucha pasta que le suelten.
Si necesitas una reunión y no quieres pagarla: no eres mi cliente —le dije.
Le retuve unos minutos más, y le expliqué que mis clientes pagan mi tiempo de trabajo, de una u otra forma; y eso lo estipulo yo, nadie más. Si me apetece pasearme (gratis) entre agencias de marketing por proyectos de tres cifras, lo decido yo; no un fulano que pretende soltarme doscientos euros (por buenos que estos sean) y que se cree que tengo (tenemos) que bailar cuando él o ellos lo digan.
Contraatacó.
Probó con un “el proyecto todavía no ha empezado”, y con el mismo ímpetu le contesté que, por esa misma razón, no pensaba trabajar ni dos, ni tres, ni cinco horas gratis.
Dicho esto se largó, cabreado, pegando un portazo. No había conseguido aquello que venía buscando; que ya no era una reunión, sino unas primeras pruebas y un planteamiento antes de firmar el presupuesto. Yo tampoco en realidad, pero a veces, más que dinero, te basta con ahorrarte dos semanas de cabreos. A la mañana siguiente, tenía un correo electrónico suyo en la bandeja de entrada. En resumidas cuentas, decía así:
Nos parece que usted trata a sus clientes sin ningún respeto, y así las cosas le irán muy mal en la vida. Le pedimos que se replantee nuestro proyecto, el cual consideramos que es una gran oportunidad para su empresa, y le exigimos una segunda reunión previa a la firma del presupuesto.
Contesté, pero me ahorraré transcribir lo que les dije. Solo diré que lo hice de muy buenos modos, y rechacé el trabajo con educación. Al final, el tocho del que hablaba aquel informático del que he olvidado el nombre no era más que el eterno “ya está el resto para decirte cómo tienes que trabajar y cuánto tienes que cobrar”.
De ahí surgieron cinco mandamientos a seguir al pie de la letra en lo que a trabajo se refiere.
- Tú decides quién es tu cliente y cómo debes tratarle (¡te recomiendo que lo hagas bien, que tengas paciencia y que no seas demasiado estirado, por cierto!)
- El proyecto empieza cuando a ti te da la gana
- Lo que está incluido en mi trabajo lo decido yo (pero te informo de ello previamente)
- Aquello necesario para un proyecto, debes pagarlo
- Los “extras” se cobran: eso del bueno, bonito y barato no existe más allá de la estrategia de marketing; si alguien no cobra lo que cuesta un producto o un servicio, terminará por suicidarse sin darse cuenta siquiera
Al fin y al cabo, lo que el comercial en cuestión no entendía es aquella idea tan castiza que nos recordó José Luis Sampedro hace poco y que rezaba: “En mi hambre mando yo”; y no importa que haya pan de sobra en la mesa o solo queden unas cuantas migajas a lo largo del hule.