Ante la avalancha de personas con el mismo problema que el mío, me he armado de paciencia ante la caja que he elegido para pagar. Dos puestos más allá, una mujer intentaba, en vano, abrir la bolsa de plástico que la amable señorita le había dejado junto a su compra.
Se esfuerza con denuedo, aprisionando con pulgar e índice de la mano izquierda uno de los laterales, mientras que con la derecha restriega una y otra vez el plástico, sin conseguir abrirla. La bolsa se resiste y escurre en veinte arrugas que hacen imposible su uso. La mujer la deja apartada y coge una segunda, mientras mira por el rabillo del ojo a los que esperamos tras ella, como pidiendo perdón por su torpeza. Las prisas hacen que los dedos se le resbalen, la bolsa queda pegada en sí misma, defendiendo su integridad o resistiéndose a ceder. La amable señorita espera, mientras le tiende la tarjeta de crédito. Tercer intento, tal vez el definitivo -vive Dios-, ante las miradas de la clientela, arremolinada ya ante la cinta de la caja, los nudillos casi blancos de impaciencia y los dedos enlazados entre los barrotes del carrito de la compra. Decididamente, la mujer usa el arma determinante: sujeta el lateral de la bolsa, con la izquierda, extiende el índice de la otra mano y lame la punta del dedo; el plástico, al fin, cede ante la humedad decisiva y, flojamente, la bolsa se abre. Se oye el suspiro de alivio contenido del personal...
Yo es que voy con un carrito de compra, de los de siempre...
