Revista Sociedad
El martes pasado a las siete de la mañana, mi madre respiraba por última vez en la cama de un hospital. Junto a mis hermanos y mi padre, pasé sus últimos días acompañándola en el siempre difícil tránsito a ese otro lugar. Por ella, que me enseñó el valor de una historia bien contada y me transmitió la curiosidad y el ansia de descubrir, es que sigo adelante. Por ella y por mí también y por todos los amigos que están en el camino y por todos los invisibles, regreso también a este blog, que tenía un poco olvidado últimamente, algo que ustedes sabrán comprender. La historia de hoy se la dedico a ella, esté donde esté:
Tiene unos 34 años, pero su edad exacta solo la conocen el viento y las estrellas. Nació en algún lugar del desierto al norte de Malí, aunque para él las fronteras son una gran mentira. Es el mayor de trece hermanos y cuando cayó en sus manos, por casualidad, un ejemplar de El Principito de Antoine de Saint Exupery quedó cautivado por sus dibujos y decidió que tenía que aprender a leer para comprender lo que allí estaba escrito. Movido por este afán, convenció a su padre y comenzó a ir al colegio, para lo que tenía que recorrer cada día unos 15 kilómetros caminando.
Sin embargo, como decía León el Africano, la vida es la más inesperada travesía, y aquellas primeras letras se convirtieron pronto en la puerta que le llevó, allá por 1999, hasta Francia. Allí, en la ciudad de Montpellier, logró plaza en la universidad y, tras culminar sus estudios de Gestión, ha entrado a formar parte del equipo directivo del centro. Moussa Ag Assarid, ese es su nombre, ha cambiado ahora los camellos y la arena de su desierto por el tren de alta velocidad y la telefonía móvil. Como buen nómada, siempre en movimiento, Assarid se balancea desde entonces entre dos mundos sobre una delgada línea.
Hace ya un par de años, nos ha hecho un hermoso regalo a todos, sus reflexiones en forma de libro. Publicado por la editorial Sirpus, se llama “En el desierto no hay atascos”. Bajo este título aparentemente banal, brillan como diamantes algunos pensamientos y experiencias que sólo se pueden entender teniendo en cuenta el origen tuareg de Assarid. Desde el hecho de que en la cama del hotel donde durmió nada más llegar a Francia podrían dormir todos los niños de su jaima, hasta el milagro del agua que mana de los grifos (“¡Todos los días de mi vida”, reflexiona el autor, “habían consistido en buscar agua! Cuando veo las fuentes que adornan vuestras ciudades, todavía me duelen”), pasando por el milagroso y eterno subir de las escaleras mecánicas, para Assarid lo cotidiano del mundo occidental es un verdadero descubrimiento.
Sin embargo, la parte magra de las reflexiones de este joven tuareg tienen que ver, más que con la materia, con todas esas cosas del alma que hemos perdido, quizás para siempre. Disfrutar de un amanecer, el placer de una conversación, el sonido del viento, caminar descalzo por la arena, el sabor de la leche de camella… No nos engañemos. La vida en el desierto no debe ser fácil ni es una bucólica estancia en el Paraíso, pero me parece a mí que la escasez y la austeridad han cultivado a Assarid y a todo su pueblo con unos valores a los que bien valdría la pena prestar un poco de atención. Como el de la solidaridad con los visitantes.
Sólo una frase de Moussa Ag Assarid, que resuena como un aviso maravilloso en medio de nuestro estrés diario y de nuestra disparatada y tecnológica vida, sólo por esa frase está justificadísimo el esfuerzo de escucharle y sobre todo de comprenderle. “Tú tienes el reloj, pero yo tengo el tiempo”.