Revista Cultura y Ocio

Tu vida es un Caos

Publicado el 28 julio 2016 por Javier Ruiz Fernández @jaruiz_

La semana pasada, creí haber perdido todos los textos que tenía en el disco duro. Por alguna razón, no consideré oportuno hacer una copia de seguridad de los mismos, aunque sí de miles de documentos de empresa que no me importaban ni una centésima parte.

¿Qué puedo decir para sentirme menos imbécil? No creí que me fuese a pasar. Un disco duro reventado es como un accidente de coche: le ocurre a los demás, nunca a uno mismo; hasta que ocurre. Cuando ocurre, te cagas en todos tus muertos y en lo idiota que puedes llegar a ser, y buscas una solución tardía. Tienes Google Drive, y Dropbox, y pendrives, y discos duros externos, pero, por alguna razón, eso de las copias de seguridad no va contigo. Eres un rebelde 2.0.

Hasta que ocurre. Entonces, si tienes unas cuantas neuronas buenas, aprendes la lección, y guardas las cosas importantes en ese cajón, físico o virtual, que quieres que siga ahí si se incendia tu casa, si un rayo revienta tu ordenador o, simplemente, si tu placa base dice que hasta ahí hemos llegado, que fue bonito mientras duró, y que te la casques con dos piedras, que su tiempo se ha acabado.

Tú lloriqueas. O le haces un funeral vikingo. O lo conviertes en una pajarera. Da lo mismo. Lo importante es que aprendas, y, en este caso, yo voy a hacer caso del aviso, porque al final no fue el disco duro, sino la placa, y así lo prefiero. Y la gente que no entiende dirá que soy estúpido, porque una placa es sinónimo de PC nuevo, pero las cosas pueden sustituirse, en cambio, lo que fue…, lo que fue es imposible hacer que vuelva: esa es la magia de la escritura.

Todo este rollo es para deciros que, entre las cosas que creí perder, estaban los primeros capítulos de un libro que quise dedicar a aquel perro del que ya os hablé una vez: a mi perro, y me gustaría compartirlo con vosotros; a ver si ahora cojo, tiro una botella de whisky encima del portátil, y se pierde de verdad para siempre.

PD: Ahora sí he hecho copia de seguridad.

PD2: He cerrado WordPress sin querer y me ha dado un amago de infarto, porque casi pierdo también este texto que precede al texto.


Prólogo

El primer recuerdo que tengo de Caos es lo mucho que pesaba pese a estar en los huesos. Tengo la certeza de que en su cuerpo se mezclaban kilos y abandono, y tardé mucho tiempo en demostrarle que había algo por lo que seguir moviendo su espalda herida.

Quizá era esto lo que tenía que haber escrito aprovechando la difusión de aquella carta que se compartió cientos de miles de veces y por la que todavía hoy muchas personas contactan con nosotros para saber más de aquel perro mestizo que encontramos a poco más de veinte kilómetros del centro de Barcelona.

No pude. En todo este tiempo hubo muchos otros cambios en mi vida: me casé, me hice vegetariano (o casi), decidí que quería intentar ganarme la vida escribiendo, acepté un voluntariado en una asociación animalista… pero no pude escribir más sobre Caos. Lo cierto es que pensé en crear algo similar a lo que estás a punto de leer, pero cada comentario en aquella entrada de blog sobre Caos era, de algún modo, tanto una sonrisa como una lágrima.

Lo cierto es que escribí que había empezado a redactar aquellas líneas dirigidas a un desconocido (o desconocida) cuando, por fin, me había recuperado, pero no lo hice. A mi alrededor, Caos nos marcó a todos de un modo que ningún otro perro podría (ni debería) hacer, y un año dos años después esto no ha cambiado.

Caos y Laura (retrato)
Dos regalazos que nos hizo una lectora y amiga de Valencia.

Pero hay una cosa que sí ha cambiado, y es el recuerdo. Hace unos días, encontré a Laura llorando en la cama. Sus lágrimas no eran exactamente por Caos, sino más bien por todas aquellas cosas que durante los tres últimos años había vivido y recordaba sin dificultad y ahora empezaba a confundir: los recuerdos se arremolinan y la imaginación empezaba a mezclarse con estos.

Por todo ello, estas historias y estas fotografías van por ella y para ella, aunque os invito a descubrir un pedacito de nuestra vida.

Sea como sea, gracias por acompañarnos.


La primera aventura

Esa noche actué como un robot. Los dos lo hicimos. Traje todo lo que había aprendido sobre perros a mi mente (terreno neutral, vigilar cualquier problema con la protección de recursos, positivo para ambas partes, actitud relajada) y lo apliqué al dedillo.

Cuando terminé, eran casi las dos de la madrugada, y el horizonte vestía el naranja. Esto ocurre a causa de la menor dispersión de los tonos naranjas; los tonos azules se dispersan mucho más rápido, mientras que el naranja permanece; si hay niebla, esas partículas, que no son más que aerosoles en suspensión, quedan muy cerca de la superficie, provocando este curioso fenómeno atmosférico.

Leí sobre ello de madrugada. En el jardín, mientras todos nos relajábamos y el cansancio, y el estrés, empezaban a apoderarse de todos nosotros; le dejamos dormir fuera, porque no quiso entrar a la casa, y nadie insistió. Allí quedó durante las tres o cuatro horas que nos quedaban de sueño, con un bol de agua fresca y una manta con la que sortear la humedad.

***

Unas horas después, Laura se fue a trabajar y yo aterricé en Barcelona, a unos 25 km de donde vivíamos en 2012, junto a un perro sin nombre que merecía algo mejor. Era jueves.

Caos en Corbera de Llobregat
En la casa de Corbera de Llobregat, unas dos semanas después de encontrarlo en la carretera.

De día, su aspecto era espantoso. Estaba desnutrido, y con las patas rasgadas y heridas por todas partes; se adivinan colores de pastor alemán, pero la suciedad y la tierra habían convertido su pelaje en una maraña de tonalidades grises y negras. No recuerdo si llevaba collar: juraría que no: de su cuello colgaba una cadena metálica y un mosquetón oxidado adherido a ella. Lo peor era el estado de sus patas, y lo que se intuía al verle caminar: no eran sus extremidades, sino un pronóstico cien veces peor.

Decidí caminar con él un rato por la ciudad. Nos dirigimos a un veterinario, pero todavía era pronto; debíamos esperar a las diez, y el estoicismo del animal me demostró que había aguardado más de una década, por lo que una hora no era problema.

Tampoco caminar lo fue. Lo hacía lento, seguro de sí mismo, con una energía que solo conocen aquellos que han estado a punto de caer demasiadas veces y siguen avanzando.

Nunca hubo tantas miradas prejuzgando a alguien en ese barrio. En esos barrios. Alrededor de una decena de veces no quedó ahí: no faltó quien insultó, ni quien soltó la típica frase que contiene una inyección perenne; a quien quiso escuchar, se lo expliqué. Sin embargo, no tardé en comprobar que una noche de descanso no era tiempo suficiente para tantos años de maltrato: cerca del veterinario, empezó a tumbarse cada vez que alguien nos paraba un minuto; no volví a detenerme: cuando me asaltaban, les decía que íbamos camino a un veterinario, que lo habíamos encontrado abandonado y que el perro no debía pararse, sino ser atendido de urgencia.

Si esta historia ha caído en tus manos, quizá (en estas primeras líneas) te estés preguntando varias cosas. Voy a intentar responderte algunas de ellas antes de proseguir hasta el veterinario. Ante todo, quiero decirte que, por aquellas fechas, yo no tenía carnet de conducir ni posibilidad alguna de hacer entender a nadie que un perro medio muerto, lleno de heridas, garrapatas y, probablemente, con leishmaniosis avanzada debía ser visitado de urgencia; o quizá sí, lo cierto es que, seis años después, todo lo que recuerdo me indica que no era así, pero, ¿quién sabe? ¿A quién llamas, entonces? Coges la mano, y juegas las cartas que te han tocado. ¿Qué vas a hacer sino?

Por estas latitudes, no obstante, la historia no tiene un gran interés; fue tal que así: mi chica aparcó el coche tan cerca de allí como pudo y se marchó hacia el trabajo; mientras, yo estuve hablando con mi familia durante unos minutos por teléfono y me dispuse a llevar el perro a una clínica veterinaria cercana.

Volvamos, pues.

Foto de Caos (primer plano)

En la puerta de la clínica, suspiré un minuto. Algunas viejas cuchicheaban detrás de mí; una tontería que, en ese momento, me hizo sentir lo suficiente incómodo para dar cuatro zancadas hacia delante, decidido a explicar todo lo que sabía de ese animal, a intentar que alguien buscase información en un chip que difícilmente existiría. Esa era mi primera opción, aunque no quería devolver al perro a alguien capaz de convertir a un animal tan noble en un cadáver viviente; la segunda opción, solo había cruzado mi mente con fugacidad. Me concentré en lo único que me tranquilizaba: seguir adelante, un paso detrás de otro.

En ese instante, el perro trastabilló y cayó en la puerta, agotado, y los murmullos se convirtieron en acusaciones que ya no recuerdo hoy. Me concentré en dejar que descansara un momento y en tranquilizarle, acariciándole el lomo sin prisa; el animal se enderezó, pero esta vez no quise arriesgarme, así que lo subí en brazos hasta la puerta y empujé con un pie cuando sonó el zumbido eléctrico de desbloqueo.

Dentro no fue mejor que fuera. La única cliente que había a primera hora de la mañana formuló la misma pregunta que ya habían hecho decenas de personas: “¿Qué le ha pasado?”

—No lo sé —dije, más centrado en la veterinaria tras el mostrador que en aquella mujer de la que me he olvidado casi por completo. —Lo encontramos ayer noche en una carretera, ¿podéis leer el chip, si es que tiene, y hacerle una revisión?

Al principio, aquella mujer con bata blanca no dijo lo que pensaba. Tardó un par de minutos en encontrar las palabras. Evaluó su estado de un modo mucho más general de lo que me hubiese gustado y contestó:

—Llévalo a la protectora.

Me negué.

—Ese animal debe ser sacrificado. Evita que siga sufriendo.

Caos junto a Trotski, en La Garrotxa
Caos en La Garrotxa. Junto a él, Trotski, un mastín de los Pirineos que vivía allí con su hermana Ninoshka y familia.

Le pedí de malas formas que leyese el maldito chip que sabía que no tenía, que ya esperaba que no tuviese, y me largué. Allí no quisieron tratarle. Solo me dijeron lo que ya sabía: no tiene dueño, y así era mejor. Nada más.

Al salir por la puerta, sentí un calor terrible, el cabreo y la indignación se mezclaban con picos terribles de humedad y un sol intenso que amenazaba desde el este. Pensé un minuto en mis opciones: podía probar a llevar al animal a otro veterinario, habría que caminar un par de kilómetros como mucho, pero tras veinte o treinta minutos de paseo, él no podía más.

Pese a encontrarse herido y desnutrido, era un perro grande; casi un peso muerto, así que me senté en una plaza junto a él, y descansamos. Su cara no parecía alegre; tampoco triste. Miraba extrañado, como si no comprendiese dónde íbamos o qué estábamos haciendo; parecía asumir que eso era mejor que lo que hubo antes, y aunque algo receloso, empezaba a tolerar mi compañía sin la intención de escapar de improviso. Eso también ayudó.

Alrededor, los rostros se relajaron, sentí cómo el porcentaje de gente que se cagaba en todos mis muertos a mi paso por El Carmelo se reducía; la tercera persona que se sentó a mi lado dispuesta a escuchar qué había pasado me sirvió de excusa. Le resumí lo sucedido, agarré al perro, lo subí a mis hombros y me encaminé hacia otra clínica rezando a un dios en el que no creo para que no se le soltase el esfínter.

***

Tardé unos treinta minutos en recorrer poco más de un kilómetro y medio. Siempre he caminado rápido y desde que tuve problemas de espalda me acostumbré a no estar quieto mucho tiempo de pie. Pero el perro se revolvía nervioso de vez en cuando, y teníamos que parar, bajarlo y dejar que se moviese con libertad unos segundos; después, de nuevo a la carga.

Caos (hidroterapia)
En una sesión de hidroterapia junto a mí, en 2014.

Ahorraré tinta aquí: ocurrió lo mismo. No exactamente, claro que no. No fueron más simpáticos; todo lo contrario. El consejo fue el mismo: sacrificio. Esta vez les mandé a la mierda y me largué con el perro hasta la casa de mi familia cercana.

Lo que más me cabreaba de vuelta no era haber perdido el tiempo. Ni tan siquiera haber perjudicado al perro: tras una vida así, ¿qué importan tres horas? Se trataba de algo mucho más simple: la falta de interés, de recursos, de humanidad. De apostar por una jeringa de cien euros como solución a un problema del que nadie quiso preocuparse nunca.

Mi madre trabajaba, pero conseguí meterlo en su casa. Hasta las siete de la tarde, descansó. Aproveché para quitarle treinta y cuatro garrapatas, cada una más grande que la anterior, y le di un baño; después, vacié un bote de espray antiparasitario y limpié con lejía y otros productos desinfectantes la ducha.

Durante más de veinte minutos el agua siguió saliendo negra… hasta que desistí. Le sequé con la toalla más vieja que encontré y luego la tiré a la basura; hora y media más tarde, me cansé de quitarle pelo muerto, aunque comprobé que el perro no tenía el pelaje totalmente gris, sino que mantenía unos colores muy similares a los de un pastor alemán.

Decidimos contactar con conocidos, buscar a alguien que pudiese hacer una valoración general del estado del perro y, en definitiva, conocer nuestras opciones. A las seis de la tarde, teníamos hora para una consulta el día siguiente, por lo que Laura, el perro y yo salimos de Barcelona en un gran atasco que se había originado en la Ronda de Dalt por culpa de un accidente cuádruple.

De vuelta, ya le habíamos bautizado: Caos. El nombre nunca me gustó. A ella creo que sí. De cualquier modo, estaba bastante claro que le pegaba. Todo había salido mal, y los días siguientes no prometían cambiar el curso de la historia.

Sé que entonces no le di mucha importancia al nombre, porque no creí que viviera demasiado.

Me equivoqué.


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