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Por Paula Lugones
Podría decirse que la bomba en Túnez se activó por un carrito. Un carrito ambulante con...
frutas y verduras que era manejado por un joven licenciado en informática que había pedido el empleo y no conseguía trabajo. Un policía pidió al joven la autorización para vender en la calle y, como no la tenía, le pegó y le confiscó el carrito. Días después, el licenciado, deprimido e indignado, se quemó vivo frente a un edificio público . Y el país entero estalló en llamas. Y con una revolución callejera sin precedentes expulsó al presidente Zine El Abidine Ben Ali, el hombre que manejó al país con puño de hierro por 23 años.
Lo que sucedió en Túnez fue una revolución sin armas , que conmovió al Magreb y plantea serios desafíos a las potencias occidentales, que consideraron siempre a Ben Ali como un aliado estratégico porque les servía para garantizar un estado laico y tener a raya al fundamentalismo islámico. Un amigo al que le soportaron que se sucediera a sí mismo en el poder con elecciones en las que se imponía con 99% de los votos, con la oposición proscripta y sus líderes encarcelados. Un socio que imponía los valores laicos y daba cierta libertad a las mujeres, es cierto. Pero que censuraba Internet y sometía a los ciudadanos a un control orwelliano, donde el Estado vigilaba todo y a todos.
Lejos de ser censurado por las potencias , el modelo Ben Ali funcionaba para ellas en Túnez, la “Flor de Occidente”, un delicado jardín a orillas del Mediterráneo y meca para millones de turistas que buscan sumergirse en el mágico universo islámico sin abandonar el lujo, el alcohol o la bikini: este país del norte de Africa es quizás el más abierto y prooccidental del mundo árabe.
Con Ben Ali, Túnez liberalizó la economía, fomentó el turismo y recibió inversión extranjera, sobre todo de Francia. Hasta hace unos años logró un crecimiento anual del 5%, el más alto de la región. Pero la crisis derribó el castillo de naipes. La desaceleración del crecimiento, combinada con la fuerte expansión demográfica y el auge del desempleo entre los jóvenes –en ese sector llega hasta el 60%, estiman los analistas— más las denuncias de corrupción y censura, fue el cóctel que hizo explotar al país.
Las noticias fuertes llegaron esta semana desde Túnez, pero otros países del Magreb están viviendo procesos similares. En Argelia o Egipto, con mayor o menor efusividad, los manifestantes también piden trabajo, viviendas, oportunidades de movilidad social y la libertad de expresión.
Protestan contra la falta de democracia.
Lo novedoso de este proceso en el Magreb es que el descontento social esta vez no parece encarrilarse hacia el fundamentalismo islámico, que en general, con sus políticas de asistencia social paralela ocupaba los espacios donde el Estado no llegaba. Como señala el politólogo argelino Sami Naïr, la estrategia de los fundamentalistas “ya no logra aparentemente captar las aspiraciones elementales de las jóvenes generaciones. Las reivindicaciones sostenidas por estos jóvenes encolerizados están totalmente laicizadas: quieren derechos sociales, civiles y políticos para asegurarse ellos mismos su vida. El islamismo ya no se presenta como una solución, puesto que no ha logrado cambiar la situación en estos últimos 20 años”.
Europa y Estados Unidos deberán lidiar con una nueva realidad. Hasta ahora se sostenían regímenes despóticos en aras de detener el avance fundamentalista en el continente, controlar la inmigración o hacer buenos negocios con el gas o el petróleo. Ahora parece surgir una alternativa entre las dictaduras amigas o el radicalismo islámico. No extraña que Túnez, que a lo largo de los siglos albergó a fenicios, romanos, vándalos, bizantinos, árabes, andaluces, otomanos y franceses, se haya abierto al pluralismo y tirado la primera piedra.
Fuente: clarin.com