Como no soy un hombre de fe, no puedo ponerme en lugar de quien la posee. En ese sentido, quien la tiene no podrá nunca ponerse en mi lugar. Eso conlleva a un punto sin retorno en el que dialogar es una empresa baldía. Quizá convenga entonces un principio de cesión por ambas partes. Ese interés en entender al otro no suele darse con la frecuencia que la convivencia exigiría. De darse, no habría una sola guerra en el mundo o, en caso de que las hubiera, por la naturaleza cainita del hombre, serían menores, mucho menos cruentas, pero ya digo que igual la palabra supliría al tomahawk y se podría elaborar un terreno intermedio, donde uno cede viendo que el otro también lo hace. Cabe incluso la posibilidad de que la razón acaba imponiéndose y el equivocado se rinda, desmonte sus ejércitos (sintácticos, semánticos) y crezca como persona después de aceptar esa derrota. El problema es que no aceptamos jamás las derrotas, pero eso es otro asunto. Decía que como habrá quien de esto sepa más que yo, quizá no debería contar nada, pero uno no sabe marginarse, no cree que el silencio, tan hermoso a veces, convenga para algunos asuntos. El de la fe es uno que siempre me atrajo y al que nunca di de lado. Soy un descreído sensible a la posibilidad de ser un creyente. Ejerzo mi moralidad de un modo absolutamente a salvo de las inyectivas que se trae la iglesia cuando decide airear su pensamiento. Soy una buena persona (en lo fundamental, en lo aparente, por supuesto) sin asistir a misa de doce y sin tener intención alguna de escuchar a nadie vestido de negro, elevado a un púlpito, convencido de que la salvación está en la palabra que predica. Hay también buenas personas que van a misa de doce y creen en la salvación y en la trascendencia de sus oraciones. De hecho conozco a unos cuantos y estoy casi por decir que mis mejores amigos son feligreses, gente de iglesia.
Yo sigo en el papel de ajeno combativo, aunque no milito en ninguna asociación de ateos, ni tengo necesidad alguna de estar continuamente revelando mi catecismo laico al modo en que otros sí que se esmeran en hacer propaganda del suyo y llenan sus facebooks y sus blogs de imágenes y de textos que manifiestan su fervor. Por eso no debería contar nada. Lo apropiado sería apartarme de lo que no me atañe. Sé todo eso. Sé que no se debe opinar sobre lo que no nos afecta directamente, pero la cosa es que sí afecta, sí que me incumbe. A los mandos eclesiásticos mi educación les debe respeto, pero ellos no respetan que yo ande descarriado. a decir de su sentido del camino, y no pierden ocasión en atropellar con sus comentarios todo lo que se aparta de lo que su formación espiritual dicta como correcta. Por eso (insisto) acabo contando, termino en la obligación (moral tal vez) de posicionarme afuera de todos de ellos, de quienes sostienen que mi vida no me pertenece del todo o que la sociedad sin dios se despeña sin remedio o que traer hijos al mundo no es un asunto que yo pueda gobernar. Una sociedad sin dios es un triunfo del hombre, que es libre de creer o de no creer en instancias superiores a la razón y al libre albedrío del espíritu. No tengo ningún interés en saber si habrá una vida después de ésta. De hecho no hay ninguna razón que me incline a pensar que al final del camino se abrirá otro mágicamente, por designio divino, como si de verdad hubiese una inteligencia absoluta que gobernase los pasos que damos y los que no. Me conmueve, en lo estético, en la declinación de lo fundamentalmente racional y en la irrupción limpia de la belleza, la comunión del pueblo con sus imágenes, como la que anoche vi (en parte) en mi pueblo. Sé que no apreciaré lo que el creyente y que no podré en modo alguno penetrar en lo místico. A mi beneficio queda la liberación de un cierto grado de belleza, de belleza sin pasar por los conductos de la inteligencia, que es como en ocasiones se advierte mejor su hondura. Esa es la religión admisible, la que no entra en reglamentos morales que castigan al diferente (o lo igualan a un perro) o la que propugna la igualdad entre todos los que andamos por aquí, los mismos y los distintos, los que se arrodillan ante sus iconos y los que nos arrodillamos ante iconos diferentes. No conozco a nadie todavía que viva encapsulado, al margen de la fascinación de las imágenes. Da igual que sea una virgen en un altar o en un paso por las calles o un cuadro en una pinacoteca o un paisaje en la naturaleza, quien no sienta un temblor cuando esas manifestaciones de la belleza (la gran belleza) se le ofrecen y lo turban. Sin turbación, no hay vida. Vivimos mejor turbados. O quizá todo esto tenga sentido si unos cedemos y otros, observando ese acto, cede también. En fin. Creo que igual me hablo yo solo.