Al mal a veces se lo jalea. Tiene más predicamento que su reverso, el bien. Lo bueno no tiene la misma consideración que lo malo, nunca la tuvo, estoy por decir que nunca la tendrá, pero quién sabe. Damos más oído al rumor que a la certeza. La verdad no cuenta, no da juego, se queda en un pequeña escaramuza, pero no entraña una aventura de verdad, una intriga, un no saber qué pasa, esa intriga dulce. Mientras que no escuchemos el fragor de la batalla, no hay batalla. Es solo una banda sonora. Incluso se parece a la de las películas. Dolby real, cinco punto uno. Pero no hace falta dramatizar al acudir a guerras y desmanes similares. Basta el trajín diario. Hay guerras pequeñitas que se libran en la calle y en la que no intervienen tanques ni gente uniformada con odio en los ojos. Por no haber, no hay ni soldados, pero que nadie dude de que caen las bombas y los muertos ocupan las zanjas. Son bombas que no hacen ruido y son muertos que no se descomponen. Es una guerra larvada, elíptica, inadvertida si no se aguza la atención, pero una vez que se está uno avisado y adiestrado, todo son bombas, todo son muertos. Leí que alguien se dedicó a grabar las imágenes de un accidente en lugar de socorrer a los accidentados. Leí que un descerebrado (qué podría ser, si no) abalanzaba su coche sobre una muchedumbre Leí que había gente que moría en el mar sin ver ni la línea de costa.
Ya nadie se turba, ni se azora, está incluso mal vista esa contención en los gestos, apenas cuenta ni se precia. Antes era un signo de educación. Se tenía más cuanto mayor era el grado de solidaridad o de empatía, atributos de la dignidad del ser humano que no cuentan ahora como antaño, no sabe uno bien el porqué, en dónde torcimos la senda correcta, cómo permitimos esta anestesia moral que padecemos. Era un tipo de educación que se adhería a cierta cívica manera de estar en el mundo a la que no se da prestigio hoy. Estamos muy hechos a contemplar el desquicio en derredor, es algo con lo que tratamos a diario y todo lo que está muy visto no asombra. Es esa condición de inmunidad la que más abunda. No nos afecta nada, no nos concierne nada. Lo peor es que nada nos conmueve. Da igual qué circunstancia se produzca y lo dramática que pueda ser: en cuanto se percibe obra la , se la convierte en material narrativo, en ficción, se le extrae su verosimilitud. Lo que hacemos es convertirnos en espectadores, casi agradecemos que no se nos cobre por asistir a esa representación. Se carece de pudor por inercia, también por cierta sobredosis icónica. La ficción, incluso la ficción más brutal, nos ha hecho considerar la realidad como una extensión suya. No vemos guerras cuando las relatan en los medios televisivos, sino escenas de película de guerra. Tenemos el ojo pervertido por la cantidad de imágenes violentas que le hemos obligado a procesar. Está corrompido el ojo, se lo come un cáncer, se atrofia, llegará un momento en que no vea, aunque reconozca los colores y el movimiento. Habrá que pensar cómo recuperar que mire limpio, sin que lo pierda la costumbre de que todo ande turbio y la mirada acabe borrosa.