Revista Cultura y Ocio
En aquellos otoños, siempre llovía. Llovía, sobre todo, cuando salíamos de alguno de los cines que poblaban las calles del ensanche madrileño, de manera muy especial si lo hacíamos de una de las entonces florecientes salas de arte y ensayo. Era como si aquella lluvia fuera una excusa para buscar refugio en algún café donde celebrar la tertulia a que la noche del sábado obligaba y, en ella, ponderar las virtudes —o los defectos— de la película recién descubierta. Era a finales de los sesenta o principios de los setenta, cuando la dictadura de Franco se creía todavía vigorosa y los movimientos de resistencia y oposición comenzaban a tener la seguridad de que aquellos vigores eran una impostura y una pose que no resistiría la prueba de la realidad. Comenzábamos a amar. Y a encontrar los reductos menos visibles y malditos del sexo, a acariciar la piel ajena y a sentirla nuestra. Y a conocer otros mundos y otras músicas. Y a vincular el amor con desordenadas habitaciones en pensiones próximas a la Ciudad Universitaria, o en barrios extremos donde los polígonos industriales se mezclaban con los nuevos bloques de apartamentos y con los restos de una agricultura terminal. Teníamos una devoción extraña, casi militante, por el cine en blanco y negro. Si era francés, mucho mejor. Frente a la oleada neorrealista que nos había llegado de Italia, el cine francés nos aportaba una dosis de complejidad (y, en algunos casos, de aburrimiento, para qué nos vamos a engañar) del que el italiano carecía. Había una pátina intelectual que parecía cultivada al amparo del existencialismo, o en una bohemia remota que nos llegaba de antes de la era del cine, de Baudelaire, de Rimbaud, siempre vinculada al Sena, al París mítico e inestable a cuya sombra habíamos amado.
Truffaut era el director joven, el innovador. No sé por qué, cuando lo descubrí, lo vinculé estrechamente a una corriente narrativa que hacía estragos en Francia por aquel entonces y que, tiempo después, calificaría como literatura de los objetos o behaviourismo. Sí: la nouvelle vague cinematográfica se afianzaba en paralelo con el nouveau roman. La nueva ola que Trufffaut abanderaba y cuya impronta compartía con Chabrol, o Godard, o Rohmer, o Resnais, participaba del mismo afán esteticista, de distanciamiento de los excesos del arte comprometido que había llenado las primeras décadas de la posguerra —“Desvencijada Europa de posguerra / con la luna asomando tras las ventanas rotas”, nos contó Gil de Biedma en un poema memorable—, de Claude Simon, de Robbe Grillet, de Nathalie Sarraute. Con él nos llegó un París que se alejaba de Sartre y de Simone de Beauvoir, que asumía una modernidad que no tardaría en mostrar el símbolo de Brigitte Bardot —un sex-symbol que desafiaba a Marilyn— y el esplendor prerrevolucionario de los años sesenta.
También, con aquel París algo irreverente y algo heterodoxo, nos iba a llegar una mirada distinta hacia el cine americano, del que tanto desconfiábamos. Howard Hawks, John Ford, Raoul Walsh, Sam Fuller y, sobre todo, Hitchcock, artífices de un cine comercial y, en apariencia, immune a las sevicias de la Historia, tan lejano a los realismos que dominaban por estos pagos, fueron filtrados por la lente crítica del primer Truffaut y ofrecidos a la curiosidad ávida de los más jóvenes, con la perspectiva inteligente de quien desmitifica y, a la vez, aprende.
Y nos llegó, acompañando aquel precipitado de sensaciones, de experiencias, de aprendizajes, otra mirada: la de un joven con un suéter negro, de pelo corto y rostro seductor, que se asomaba al mundo para convertir en cine cuanto el mundo le mostraba. Era la mirada siempre joven, escudriñadora, inconformista que aparecería en todas sus fotografías. Truffaut decidió no envejecer. Aunque murió con cincuenta y dos años (en octubre, como Jacques Brel o como Bette Davis, mitos, como él, de un tiempo en tránsito del blanco y negro al technicolor), la imagen que recuerdo de sus últimas fotografías, o de los fotogramas de Encuentros en la tercera fase, una de sus últimas apariciones en la pantalla, encarnando, bajo la batuta de Spielberg, al profesor Claude Lamcomb, era la de un hombre inmune al envejecimiento. “¿A qué debe Truffaut esa juventud que desafía el paso de los años?”, me pregunté en muchas ocasiones. No era una pregunta baladí: no es difícil advertir esa detención del tiempo si observamos las fotos de sus pasos iniciales como cineasta, en 1954, cuando André Bazin lo sacaba de la cárcel por desertar del servicio militar o le abría las páginas de Les Cahiers de Cinéma a sus primeras reseñas o a su polémica revisión del cine galo titulada “Una cierta tendencia del cine francés”, y las comparamos con los fotogramas de La noche americana, su imprescindible Oscar de Hollywood, ya en los años setenta. Nunca encontré respuesta a aquella pregunta hasta que hoy, al revisar un álbum de recortes de prensa de aquellos años, la he comenzado a intuir en la afirmación que aparece en un despacho de agencia en el que se parafrasea a Truffaut. “Convertirse en cineasta significaba, para Truffaut, no traicionar la infancia”. En el rostro de Truffaut estaba, con afán de perduración, el niño adolescente de Los cuatrocientos golpes, el incomprendido Antoine Doinel, un trasunto de la infancia y de la adolescencia amputadas del director y, trasunto, a la vez, de todas las infancias y adolescencias posibles en una Europa en mutación. Con aquel film inició la construcción del mapa de su biografía, de su lucha por escapar de la mediocridad a la que parecía destinado, un mapa constituido por cuatro películas producidas entre 1962 y 1979 a las que espectadores y críticos acabaron llamando “serie Doinel”[1] y en las que estaba, también, nuestro conocimiento del mundo, nuestra maduración, nuestra decepción.
Después, sabría que el niño incomprendido de aquella memorable película era la traslación, en una hermosa metáfora, del niño, hijo de madre soltera en un tiempo intolerante, que pasó la mayor parte de su infancia con su abuela, del chaval que, con siete años de edad, descubrió el cine y la literatura, de quien, a los diez años, en la antesala de la adolescencia, supo que su padre legal, quien le dio el apellido que pasaría a la historia de la cultura, no era su verdadero padre, y que su madre jamás lo había tolerado. Ésas eran las raíces del permanente inconformismo de Truffaut, de la indagación en la intimidad más radical del ser humano —la infancia, el amor, el sentido y la finalidad del arte— en que convirtió, contra vientos, mareas y dogmáticos del compromiso postsartreano, su trayectoria cinematográfica . El hombre del suéter negro, siempre joven y escudriñador, cuya simple imagen llena nuestro imaginario de tardes frente al Sena, de noches paseadas por calles apartadas de una ciudad cualquiera, brillante el asfalto por la última lluvia y sonoro el aire por una vieja canción de Edith Piaff, o por un solo de trompeta de Armstrong, o por los ecos inconfundibles de la voz de James Stewart surgiendo de la puerta entreabierta de un viejo cine de barrio, era, a la vez, el niño y el muchacho entre asombrado y confuso de la década de los cuarenta —cuando, a los catorce años, deja el colegio y comienza a trabajar o cuando, a los quince, funda un cineclub y conoce a Bazin, su protector y padrino durante mucho tiempo— , el joven prematuramente maduro que, en 1956, comienza a asistir al mítico Roberto Rosellini, o funda la productora “Les Films du Carrosse”. Antes de encontrar los caminos del cine, Truffaut había recorrido el itinerario que llevaba del borde de la delincuencia a la antesala de un lugar distinto a la tierra desdeñada en el diario que escribió, en 1949, en su encierro en un Instituto de Menores: “Si miro por demasiado tiempo al cielo, la tierra me parece un lugar horrible”. Buscaba en el cine una réplica habitable de aquel cielo y nos la entregaba a quienes no vivíamos, en aquel Madrid sesentañista y periférico, muy lejos de tierras similares, tan horribles como la que había dejado su huella imborrable en el adolescente François.
En el fondo, en cada película, Truffaut nos hablaba de su vida, y en su discurso —hecho de imágenes, de diálogos cargados de ternura y de ironía, siempre un punto literarios— se trasparentaban, con una hondura y una precisión desasosegadora, las servidumbres de nuestra existencia. Y nuestros sueños. Y nuestras insatisfacciones. Y nuestras decepciones. En Jules et Jim descubríamos el claroscuro del adulterio, en Las dos inglesas y el amor los recovecos de la pasión y el valor de lo irreverente frente a las convenciones establecidas —ahí estaba, también, la rebelión tardía del niño que hubo de asumir el rechazo social al matrimonio de sus padres, celebrado veintiún meses después de que él naciera—, en El pequeño salvaje, el enorme valor dela cultura y de la perseverancia en la conformación de la identidad. También con Truffaut aprendimos el esencial papel de la estética en la construcción de toda obra artística
Si el arte —el cine, el teatro— prolonga, en un espacio siempre imprevisible, la vida, François Truffaut quiso entender y dominar los mecanismos que gobiernan —o desgobiernan— ese territorio. Respiramos la pasión creadora, cruzada por las servidumbres de la vida cotidiana de sus artífices y protagonistas, con que cobra forma una película en La noche americana —donde, por cierto, nos coló de rondón un Graham Greene interpretando a un representante de seguros—, e hicimos nuestro su homenaje al teatro cuando tuvimos acceso a una de sus últimas producciónes, El último metro. Y tuvimos cierta alegría íntima cuando nos contaron —¿o lo leímos en una crítica, o en alguno de los números irrepetibles de Film Ideal?— que aquel director francés, amante de los suéter de color negro, concedía a la literatura una valor parecido al del cine al establecer su catálogo de preferencias. El Henry James de los ambientes aristocráticos de la Inglaterra victoriana se cruzaba con el Balzac de las multitudes menesterosas del París del XIX y el Marcel Proust de la provincia y de los interiores con el Camus heterodoxo de las verdades reveladas, incluso de las laicas.
Hombre proteico, cineasta con un mundo propio y reconocible —la lucha contra la muerte, la afirmación de la propia vida, la salvación de la memoria por el arte—, nos dejó su juventud en nuestra juventud. Y de él guardamos, como huellas de un aprendizaje que fue, también, sentimental, un rastro interminable de sábados y de domingos por la tarde perdidos en la oscuridad de viejos cines o en el azar insumiso de endebles cine-clubs alzados en la intemperie de una dictadura que veríamos caer casi una década antes de que él, joven todavía y todavía entusiasta, decidió abandonarnos un día de octubre en el que, con toda probabilidad, también llovía.
* "La juventud que aprendimos" fue publicado, en la edición de verano de El País, en agosto de 2003.
[1] . El amor a los veinte años – Antoine y Colette (1962); Besos robados (1968), Domicilio conyugal (1970) y El amor en fuga (1979).