Por Hogaradas
La primera vez que viajé al Caribe era noviembre, principios de noviembre. En mi maleta, además de todo lo necesario para disfrutar del sol y de las cálidas aguas de un mar verde esmeralda, llevaba turrón. Me moría de ganas de comerme un trozo de turrón debajo de una palmera, mientras disfrutaba de los rayos del sol y contemplaba un paisaje completamente distinto al que me había acompańado durante toda mi vida por Navidad.
Todavía era lo suficientemente temprano para que el hotel no mostrara su cara más navideńa, pero antes de irnos, pudimos ver un tímido Papá Noel adornando el pequeńo arco debajo del que tantas y tantas parejas se habían prometido, y seguirían haciéndolo, “amor eterno”.
Aquellas fueron unas vacaciones únicas, irrepetibles, mágicas, inesperadas y diferentes. Jamás había pensado cruzar el océano para tal menester, pero un corazón viajero como el mío no pudo resistirse a la tentación de hacerlo para descubrir lo que, a priori no había llamado jamás mi atención, y que a partir de aquel viaje, se convirtió, como para muchos, en mi auténtico paraíso particular, al que volver siempre que tuviera ocasión.
Entretenida como estaba en descubrir todas y cada una de las agradables sorpresas que me deparaba aquel lugar, pasaban los días y mi turrón permanecía en la habitación, tal cual había llegado, sin que encontrara el momento para degustarlo.
El lugar lo tenía muy claro, no podía ser otro que la playa, aquella de arena blanca y fina, la que se deslizaba entre mis dedos negándose a dejar ni la más mínima huella, escurridiza, inquita, juguetona, la misma que hoy, ańos más tarde, guardo en una pequeńa cajita, y de vez en cuando, me gusta volver a sentir entre estos dedos, los mismos que en aquellas ocasiones disfrutaron con ella. Cierro los ojos, y mientras se desliza suavemente entre ellos una y otra vez, vuelvo a vivir escenas de aquellos días de sol, playa, aguas cristalinas, risas, arena blanca, humedad, amor, magia, alegría, días de vida en definitiva, días hermosos para no olvidarse de ellos jamás.
Pasaban los días y era tanto lo que me ofrecían, que nunca encontraba ni el momento ni el tiempo para hacer aquello que tanto deseaba, comerme un trozo de turrón en un lugar tan distinto, en un entorno tan diferente…
El día de nuestra partida descubrí que es cierto que todo sucede por algo, y que mi turrón había llegado al Caribe, no para que yo lo comiera en un lugar distinto y sintiera algo diferente, sino para que aquellos que seguramente nunca habían tenido la oportunidad de probarlo, lo hicieran por primera vez.
Elizabeth era quien se encargaba de que en nuestra habitación estuviera todo a punto. Una joven mulata, alta y delgada, que siempre nos regalaba una amplia sonrisa. Fue ella quien recibió, además de la propina pertinente por su esmero en hacer nuestra estancia más agradable con todos sus pequeńos detalles, mi turrón, con una nota en la que le deseaba que lo disfrutara junto con su familia las próximas Navidades.