E l año pasado tuve ocasión de repetir estancia en Chicago. Una reunión profesional, ya saben, de ésas donde todo es novedad y toda novedad promete ser la bomba, aunque los años sepultaron otras que ya no son novedades y apenas fueron pompas.
Llegó la hora de comer, lo que la peña entiende como mascar plástico de diversos colores, con vaga apariencia de ensalada, y empujarlo hacia los adentros mediante un laxante negruzco que denominan 'coffee'. Por suerte, yo tenía que encaminarme a un encuentro con oncólogos de Arizona, Copenhague y otras plazas exóticas, en un local de la Universidad de Chicago. La fundó en 1891 John D. Rockefeller, según su noción de 'filantropía científica", esto es ejecutada con estrategia empresarial, pero sin inmiscuirse en la cosa técnica ni en elegir al profesorado. Gilipollas no era y, si un político pretendiese gastar su dinero (el de Rockefeller) a su antojo (el del político), habría restallado la carcajada igual que la colleja. Me fijé en los precios de las matrículas, que rondan los 40.000 euros por curso.
Tras la reunión, cuyos aburridos detalles les ahorro, eché por la ventana un vistazo a la Casa Robie. Un diseño de Frank Lloyd Wright para una vivienda privada, que data de 1910 y todavía asombra por su ascética modernidad, sin que el alcalde la haya destinado a comedor social. Interrumpió mi contemplación una señora que traía bandejas con diversos bocados. Era notabilísima una perfecta tortilla de patata, sobre la que me abalancé con emocionada gazuza.
Resultó que la señora, según me explicó con delicioso acento de Michoacán, provenía de emigrantes españoles. (Lleva casi 30 años viviendo en Chicago y regenta un pequeño negocio de cocina y servicio a domicilio.) Dos de sus 4 hijos acababan de graduarse en aquella Universidad. 'Pues ya hay que freír patatas y cuajar tortillas para arrear con 80.000 euros al año' - me extrañé. 'Los 2 gozaron de beca completa' - me respondió. En efecto, junto a los precios de las matrículas aparecen numerosos anuncios de becas, por rendimiento académico y deportivo. Le pregunté si no creía justo que sus otros 2 hijos hubiesen disfrutado de la misma beca. 'No, señor. Fueron perezosos y las becas deben destinarse a gente esforzada'.
Un heredero Rockefeller cedió la Universidad en 1996 porque 'la institución pertenece al pueblo y debe ser gobernada y financiada colectivamente'. Quise saber cómo entendía 'lo público' mi interlocutora de Michoacán y lo expuso con rotundidad: no significa de todos y para todos, sino de todos los que trabajan y para todos los que acreditan méritos. '¿Y los demás, dónde quedan sus derechos?' - le pregunté. 'Tus derechos son tus conquistas' - me largó. El típico discurso izquierdista, vaya.
Emprendí el camino de retorno al hotel y me topé con un campo de golf, Jackson Park, que es público. Sí, sí: un magnífico recinto de titularidad municipal, con árboles extraordinarios y melancólicas lagunas. Pareciéndome inverosímil que fuese público, pregunté el precio de alquilar materiales y darse una vuelta: 39 euros, al cambio, con todo de primera clase, y los pagué sin rechistar.
Ya cerca de las 7 de la tarde, estudié las líneas de autobús para volver al centro y me iba bien el 28. Subí al vehículo -buen material, también- y, al pagar, el conductor me preguntó por mi destino concreto. Un negrazo inmenso con chapa pectoral donde ponía Larry. Se lo indiqué y él me dijo que en realidad me vendría mejor la línea 6. Y no me permitió pagar el billete, sino que me transportó gratis hasta varias paradas más adelante, donde enseguida tomaría el 6 con billete completo. Supongo que Larry llevaría un forrón de horas al volante, por un salario inferior al de Mr. Obama, pero me despidió con un jovial 'good evening, sir'.
Así que, tumbado en la piltra, se me vinieron al melón las becas públicas (que no púbicas), las instalaciones deportivas municipales, los autobuses urbanos de la muy capitalista Chicago, el conductor que presta amabilísimo servicio aun sin trabajo fijo, y volvió a asaltarme la fría duda de qué narices sea 'lo público'.
Dirá el lector que estoy loco, pero yo suelo pensar hablando con otro tipo. Sí, sí: yo le pregunto qué opina y luego procuro convencerlo de lo contrario, a menudo con notorio desacuerdo. (No lo he bautizado, se llama 'oye, tú'.) Pues bien, le pregunté. '¿Cómo entendéis, España y tú, lo público?'
Empezó a farfullar idioteces sobre Estados Unidos y me percaté de que ambos lo entienden mal. Creen que es un régimen de dispendio colectivo, al buen tuntún, que disfraza el egoísmo de solidaridad y confunde la justicia con el abuso. Harto de su cháchara rosicler, le interrogué por sus motivos para viajar a congresos americanos. 'Por sus avances científicos' - reconoció, a regañadientes. Entonces cerró el pico, salvándose de que lo echara de la cama a patadas, con el coraje de una inmigrante mexicana.