Revista Cultura y Ocio

Tus pasos en la escalera - Antonio Muñoz Molina

Publicado el 01 octubre 2019 por Elpajaroverde

Pasear. Leer. Mañanas luminosas porque me las imagino así (tienen que ser así). Temperatura agradable (también me la imagino): ni frío ni calor, una ligera brisa tal vez. El tiempo detenido a placer en un retiro elegido.

"Para ver de verdad tengo que mirar con los ojos de Cecilia".

Tus pasos en la escalera - Antonio Muñoz Molina

El protagonista de Tus pasos en la escalera lee, pasea a Luria y espera. Espera escuchar los pasos en la escalera que le traerán a Cecilia, su esposa. Él se ha adelantado desde Nueva York para preparar el piso de Lisboa al que se mudan. Ella, científica que estudia la relación entre memoria y miedo, llegará próximamente para incorporarse a un nuevo lugar de trabajo. Él, que ha sido despedido de una empresa en la que con anterioridad él mismo se había encargado de despedir a tantos otros, se ha trasladado ya de continente, país y piso para comenzar a crear el hogar que recibirá a Cecilia.

Él nos cuenta (o se cuenta) cómo fue "expulsado de un paraíso de vagancia, ensoñaciones y lecturas a los trece o catorce años, y solo ahora vuelvo a él después de una vida entera de exilio". Porque él "no había nacido para hacerme adulto de una manera tan irrevocable y para ganarme la vida en trabajos en los que ha habido siempre un sobresalto de competición y de crueldad" y eso era algo que inconscientemente siempre había sabido pero que solo ahora que ha retornado al paraíso perdido conoce con seguridad.

Su paraíso está en ese piso de Lisboa y en esa espera. Ese piso de Lisboa con disposición tan parecida, ahora que se da cuenta, al que ha dejado en Nueva York. Con vistas también al río. En el que ha procurado colocar todos los objetos y muebles que se ha traído de manera lo más parecida posible a como estaban en su lugar de origen. Para que Cecilia no afecte el cambio. Para que se sienta en casa.

"Mi teoría era que la belleza es en gran medida un espejismo, un efecto secundario de la lejanía, en el espacio y también en el tiempo [...]; en el pasado siempre parece que hay más belleza que en el presente. [...] La belleza es un efecto óptico [...] Todo lo que ves es un espejismo".

Yo me sumerjo en la lectura y me pregunto que tendrá que ver Lisboa con Nueva York. Una que me la imagino de mañanas luminosas y tiempo detenido y la otra que se me antoja pura vorágine (claro que no conozco ni una ni la otra y no sé de dónde sale mi percepción). Me pregunto también que tendrá que ver el Tajo con el Hudson, los respectivos puentes que los cruzan si al fin y al cabo cada río lleva su historia (claro que tal vez todos los ríos se parezcan en sus torbellinos más de lo que pienso por más que la luz de una mañana ideal los cubra con su superficie de calma). Y me pregunto cómo se las arregla Antonio Muñoz Molina para hacerme cruzar de orilla; cómo me cambia de ciudad haciéndome sentir en la misma, como si fuera el protagonista de su novela mimetizando un piso en otro para su esposa.

Pero no hay ninguna cosa igual a otra por mucho que se le parezca. A poco que nos esforcemos nos damos cuenta de ello. Es como jugar a las siete diferencias, metáfora que está presente en algún punto de esta novela, si no me falla la memoria. En otra de sus páginas leo: "La biblioteca se hace igual con lo que se elige como con lo que queda descartado", y no puedo evitar añadir mentalmente cuando más tarde releo esa frase: al igual que la memoria.

"Dice Cecilia que el cerebro procesa una parte muy limitada de las impresiones que le envían los sentidos; y que los sentidos mismos solo captan zonas muy parciales de la realidad, variables según la especie, de modo que en cada momento y en cada lugar existen diversos mundos simultáneos. La luz del día que ven ahora mis ojos no es la misma que ven esos vencejos volando sobre los tejados o la que ven un gato o una cucaracha. Hay a mi alrededor otros mundos invisibles para mí bañados en claridades ultravioletas o infrarrojas".

Así que así es, por muy sólida que parezca una percepción siempre hay un punto débil por el que comienza a resquebrajarse, como la superficie de hielo sobre el agua helada. Nos abrasa entonces el temor: a ahogarnos, a congelarnos. Como el almirante Byrd (cuyo periplo por el polo Sur es una de las lecturas de nuestro hombre en su retiro elegido) ante la dicotomía entre morir por asfixia y morir congelado. Si se piensa bien, "cualquier cosa puede ocurrir en esta tierra de extremos climáticos".


El retiro de nuestro hombre es elegido pero, por muy envidiable que parezca, hay algo en él de irreal, de trampantojo. Su retiro implica aislamiento y su piso es como una especie de búnker. Y me gusta recurrir a este último término porque esta novela trata sobre el fin del mundo, entendiéndose este como aviones chocando contra las torres gemelas un 11 de septiembre; como las innumerables catástrofes climáticas que nos asolan; como nuestro mundo y entorno y relaciones más cercanas; o como nuestro propio interior.

"Quizás no quería salir de aquella amnesia que era también como una gran absolución".

"El miedo no duerme nunca, dice Cecilia. Somos los descendientes de organismos primitivos y de animales a los que eso que nosotros llamamos miedo les permitió sobrevivir". El miedo nos mantiene alerta y el exceso de miedo nos paraliza, pienso yo. Su remanente tan solo nos permite 'subvivir'.

"Cómo puede uno fiarse de una mente que cuando está dormida acepta como verdaderas sin ninguna extrañeza las fantasmagorías desatadas de los sueños".

Tus pasos en la escalera es la historia de una espera ( "nuestra espera tranquila y resguardada del derrumbe del mundo"). Mientras se espera no se vive. El tiempo detenido de las mañanas de ociosidad es tiempo suspendido. Es bajarse del mundo no sé muy bien si para evitar ser arrastrados hacia su final o para procurarnos nuestro propio fin en él. Leer también es suspender el tiempo, por muy pegado a la realidad que nos parezca lo leído. "Es como estar yendo a alguna parte y no saber a dónde, y no tener prisa por llegar; como estar viviendo algo y al mismo tiempo viéndolo en un sueño que no compromete a nada".

Leo a Muñoz Molina sin importarme a dónde voy y sin tener prisa por llegar. Me mece y me sume con su melódica cadencia en un placentero letargo. Hay un capítulo en concreto en esta novela que me hace recordar a la inquietante El bigote de Emmanuel Carrère pero ni siquiera esta asociación consigue sacarme de mi placentera mañana de luz y aire limpio. Es el primer libro del autor que leo y estoy encantada. No es perfecto, algo falla, la trama se queda sosa, es como si existiera meramente para justificar todo lo demás. Sin embargo, no puedo evitar que a mis labios asome la sonrisa tonta de indulgencia que, paradójicamente, los lectores exigentes regalamos a esos escritores que nos saben llevar con su prosa y que hilvanan con ella temas que nos interesan.

Termino la novela, me bajo de su lectura y vuelvo a subirme al mundo. Leer es como el puente que conecta las dos orillas entre las que oscilo. Bajo él, el río que soy: calma y quietud y torbellino insospechado. Y, en el camino de ese río, algún remanso. Al fin y al cabo, leer y pasear en una mañana luminosa también es vivir siempre y cuando no nos llamemos al engaño de no aceptar el fin de ese mundo que son esos pequeños oasis de felicidad.

"El fin del mundo es un hecho frecuente. En cualquier parte puede estar sucediendo ahora mismo un Apocalipsis".

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