Fotografías Antonio Andrés
Érase un hombre a una guitarra pegado. Un guitarrista superlativo. Como el gaucho, cruzando solitario los caminos del mundo. Desde el sur de Argentina al norte de los Estados Unidos. Los paisajes rioplatenses, las llanuras de la Pampa, las eternas autopistas de recta infinita del desierto americano. Las carreteras secundarias. La ciudad. Nashville, Brooklyn, Los Ángeles. La península Ibérica. Partiendo desde el Levante español que le vio nacer. Aunque cuando uno ha rodado ya por tantos caminos, es un poco de todos esos lugares y a la vez extranjero en todos ellos.
Sin embargo, no transitaba tan solitario esos caminos. Se cruzaba con otros nómadas extraordinarios. Andrés Calamaro, Diego el Cigala, Enrique Bunbury, Fito Páez, Raphael. Barcos que se cruzan en el mar. Y en el puerto final. Hasta Gabriel García Márquez fue a su encuentro para escuchar el canto de su guitarra en la noche larga. Una guitarra que sonaba a Chet Atkins, a Scotty Moore, a Jeff Beck, Shadows… Incluso a Pérez Prado, a Astor Piazzolla. En la noche, solo una guitarra, porque al hombre que lo desvela una pena extraordinaria, como al ave solitaria, solo el cantar le consuela, que decía Martín Fierro.
Ese hombre es Diego García, el Twanguero. Lleva la música tatuada en la piel y el inconfundible sonido twang de su Gibson en la sangre. Todo ese bagaje fruto del viaje musical y tránsito constante del músico ha quedado bien plasmado en su obra. Ese mapa que refleja el reciente Electric Sunset, que abarca sones ibéricos y ritmos latinos como el bolero o la cumbia; el folk acústico de Carreteras Secundarias, en el que además de su excelente técnica de fingerpicking se puede escuchar el barro en los zapatos y el polvo que las ruedas levantan de la tierra; Pachuco, ese flechazo de rockabilly y mambo; Argentina Songbook, el brillante tratado argento y tanguero; y la noche americana de Octopus y el bluesero The Brooklyn Sessions. Los mapas del Twanguero, que dibuja tras cada viaje con sus seis cuerdas.
Diego, un nómada constante, un migrante de todo el mundo que trajo toda esa fiesta musical para apagar el frío de la Sala X, que gozó de un tremendo ambiente, con un público de categoría, de todas las edades y con mucho músico bajo el escenario, expectantes para ver al Twanguero. Una de esas noches que difícilmente se olvidan. Porque escuchar al Twanguero, probablemente, el gran guitarrista hispano del rock bohemio, y su banda, tocando esas adaptaciones enormes de Violentango o de Hound Dog, creando el silencio y amansando a las fieras con su vieja Martin o verlo tocar en la pista, entre el público, con ese calambre y esa elegancia, levantando las palmas y electrificando el baile de todos… no tiene precio.
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