Partir de la última esperanza de los sueños hacia el fin. Erigirse en la heroína de la derrota. Recorrer los ecos de otras voces y las grietas de otros ámbitos. Así se defiende de sí misma la protagonista de esta novela. No hay certezas, si no hechos, que como una catapulta te trasladan al otro lado de la muralla donde ya no existe la sociedad y el mundo tal y como lo conocemos, sino sólo la intemperie y la desnudez de aquellos que se saben avocados a un final; un desenlace que se torna despiadado como la civilización que nos domina, silenciosa e impasible ante los débiles y los diferentes. Aquí no hay razas, ni ricos ni pobres, sólo la exposición de las entrañas hacia el exterior de una forma distinta, única, poética, nihilista...
Las claves de esta singladura, y sus imposturas hacia lo imposible, ya vienen implícitas en las primeras líneas de esta intensa, maravillosa, apocalíptica y poética novela. Estas primeras palabras hieren y hacen daño a los sentidos, y sobre todo, son una sinopsis perfecta que nos anuncia todo: “Día 1. Arrecia el frío y aquí, en el Puesto del Este, empiezan a escasear las vituallas. Nueves meses de sitio son mucho tiempo. Ellos siguen ahí afuera, ya casi nunca se les oye, pero podemos sentir su tensión y oímos también las patas de sus perros. Su silencio es casi peor que lo otro. El capitán partió a buscar algo, sólo eso, algo. Salió sin despedirse para no romper esto que llamamos equilibrio y que sólo es una representación a punto de romperse. Su ausencia resta ánimos a la tropa. Afortunadamente, están los niños y eso nos obliga a mantener el ánimo.”
Nueve meses de sitio son mucho tiempo nos dice la protagonista de esta historia; nueve meses que son el ciclo de la vida y que aquí se convierten en un proceso involutivo de la existencia humana que tarda diez días en dar a luz, perdón, en acabar en oscuridad, fin, desesperanza, muerte… A diferencia con la gran novela de Cormac McCarthy, La carretera, donde el apocalipsis proviene del exterior en forma de crisis nuclear, el final de Últimos días en el Puesto del Este es intrínseco al ser humano, porque nace de la ética, de la moral, de las creencias… perdidas en fogonazos diseminados por Madrid, Barcelona, Cádiz, Nueva York, Coacoyul… e incluso Londres y El Dorchester como paradigmas de la decadencia iluminada por sus grandes arañas repletas de cristalitos que nos reflejan la luz de una vida que no existe salvo en las películas de época y en las historias de bailes de salón que nos llenan los días de un rictus plagado de lentejuelas.
Y al otro lado… ¿existe algo en lo que refugiarse al otro lado? Sí, al otro lado también existe el amor. Amor como sueño, deseo, pasión y refugio. La desnudez solitaria del cuerpo que se transmuta en erotismo atormentado por la ausencia, pero que también busca el desgarro y el tirón definitivo del corazón envuelto en llamas. Fuego que no destruye, sino que purifica a la pasión de los sueños imposibles, que acaban en las lindes de lo tangible cuando la Polaca detiene su mirada y el último rescoldo de humanidad en León y la pequeña (sus hijos). Si jugásemos al juego de los roles, ellos serían el futuro, pero en el mundo de Últimos días en el Puesto del Este no existe la palabra mañana. Del mismo modo que el Capitán representa los pilares del orden, la estabilidad y los valores que sobreviven el paso del tiempo y las generaciones, pero que en este caso, son derribados por el integrismo de un dios quizá no existe, o que simplemente nunca existió.
Últimos días en el Puesto del Este es un relato que nace de las entrañas de una mujer, porque sólo ella puede dar y quitar la vida; y lo hace mediante el arrebato de las frases cortas, los puntos y seguido y la prosa poética y las imágenes imposibles y las frases perfectas y enigmáticas, que como un duendecillo se internan en esa parte oscura que nadie conoce salvo uno mismo. Pero
Últimos días en el Puesto del Este también es un viaje; una singladura con diez etapas, que como un Dakar sin brújula, intentan mostrarnos las coordenadas hacia el abismo, igual que cuando nos cortamos la larga melena de nuestra vida y sus mechones buscan un lugar donde depositarse y no volver a molestar más.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel