Edición:Debate, 2016 (trad. Ioulia Dobrovolskaia y Zahara García González)Páginas:336ISBN:9788499926612Precio:22,90 € (e-book: 12,99 €)
«El honor de un pueblo no se basa en los héroes, sino en los testigos.»Erri De Luca, El crimen del soldado (2012)Llega un momento en el que los padres se enfrentan a la angustiosa tarea de hablar a sus hijos del dolor. O, más bien, del horror. Unos padres bienintencionados cualesquiera intentan que los niños crezcan ajenos al sufrimiento, pero, aunque lo consigan durante unos años, tarde o temprano les llega la hora de la revelación. De la bofetada de realidad. A veces ni siquiera hay tiempo para abordar el tema con ellos, porque el daño no avisa, se presenta de un día para otro. Y zas, una herida abierta. Escribo esto a propósito de mi lectura de Últimos testigos, la última obra traducida al castellano de la premio Nobel Svetlana Alexiévich (1948), en la que recopila los recuerdos más vívidos de un centenar de niños que sobrevivieron a la Segunda Guerra Mundial en Bielorrusia. La infancia y la tragedia tienen una relación con matices distintos a su homóloga adulta; la autora fue inteligente al detectar ese matiz y dedicar una investigación exclusiva a lo primero. Se entrevistó con ellos entre 1978 y 2004 (la primera edición se publicó en ruso en 1985, y posteriormente fue ampliada) y, a diferencia de lo que hace en otros libros, en esta ocasión no alterna las memorias individuales con sus propias reflexiones, sino que transcribe los testimonios sin interludios, uno detrás de otro, manteniendo las particularidades de la comunicación oral (pausas, dubitaciones, puntos suspensivos), para que cuenten su historia sin condicionamientos ni aliño. Solo los acompaña de una presentación sucinta: el nombre, la edad que tenían entonces y su profesión actual (en algunos casos se constata la motivación de ejercer ese oficio en el relato).«La guerra es mi propio manual de Historia. Mi soledad… Me he saltado la época de la infancia, ha desaparecido de mi vida. Soy un hombre sin infancia. En vez de infancia tengo la guerra» (p. 47), dice un testigo. Una observación que muchos tienen en común se refiere al antes de la guerra: un ambiente que recuerdan hermoso, con color, vegetación, juguetes. Una primera evocación del conflicto bélico surge, por lo tanto, por contraste: del mundo feliz, siempre más feliz por lo que vino después, al mazazo que arrasó lo que resultaba invisible por la costumbre de verlo a diario, de disponer de un acceso fácil a ello. Sí: la tradicional moraleja de que no se valora lo que se tiene hasta que se pierde, como la niña bailarina que tuvo que renunciar a su sueño. Ellos aprendieron rápido el significado de padecer carencias vitales: impactan los relatos del hambre atroz, impactan por el hambre en sí pero también por el instinto de supervivencia que reavivó en ellos (una mujer explica que se comía hasta la hierba). Impacta asimismo la fijación de muchos por una pérdida que tal vez a los adultos les parezca menor por el hecho de tratarse de un bien material: los juguetes. Historias de muñecas rotas, muñecas perdidas, muñecas vendidas para comprar productos de primera necesidad (con lo que significa una muñeca para una criatura). Infancias sin juguetes, sin los instrumentos que sirven a los niños para imitar a sus mayores. Algunas mujeres comentan que de adultas han comprado o han pedido que les regalen muñecas, porque de niñas se quedaron sin ellas.No obstante, la principal privación, la más repetida y traumática, es la de los padres. Últimos testigos comprende decenas y decenas de testimonios de orfandad, de padre, madre o ambos. Ellos, porque debían ir al frente, del que pocas veces regresaban; ellas, porque morían durante los bombardeos o eran deportadas. El vacío que dejaron nunca se llenó, la añoranza se mantiene en la vida adulta. Cada experiencia es única, pero, en una recopilación como esta, asombra lo parecidos que pueden llegar a ser los seres humanos en su experiencia de la pérdida, de la conciencia de que la guerra les «quitó» tiempo a su lado. Muchos recalcan que han superado la edad de sus progenitores al morir (sobre esta cuestión recomiendo este artículo de Javier Marías). Algunos, nacidos durante la contienda, ni siquiera conocieron a sus padres. Los afortunados que conservaron a su padre y/o a su madre despertaban celos en los demás. Los huérfanos eran trasladados a orfanatos bielorrusos, donde acusaban una grave falta de afecto: «Nadie nos acariciaba nunca, pero yo tampoco lloraba por mamá. Ninguno de los que estábamos allí tenía madre. Ni nos acordábamos de esa palabra. La habíamos olvidado» (p. 186). En los centros, además, se les extraía sangre para los soldados alemanes, se creía que la sangre de los niños los fortalecería. También hay algún testimonio de los campos de concentración nazis, y de familias que escondieron a niños judíos.Más allá de la reconstrucción de los hechos, la perspectiva infantil tiene su peculiaridad. Los niños no saben de qué va la guerra, nadie se lo cuenta o lo hace solo a medias, los intenta proteger; sin embargo, ellos ven, miran, descubren la realidad con sus propios ojos. Oyen hablar de ella, incluso juegan a la guerra, pero no saben en qué consiste ni lo que les espera. Hay padres que intentan que no vean los cadáveres, aunque aun así los niños se percatan de los restos desperdigados por la calle. No se puede ocultar una guerra. En sus observaciones ingenuas, fruto de ese desconocimiento, hay una lucidez extraordinaria. A veces, los adultos, de tan acostumbrados como están a un fenómeno determinado, dejan de percibirlo con la sorpresa de los más pequeños, y la voz de estos aporta un enfoque tan inesperado como revelador. Por ejemplo, el niño que no sabía a qué se dedicaría su padre después del conflicto («Yo creía que el único trabajo que existía era la guerra…», p. 139), el vínculo entre la guerra y el bosque («me imaginaba la guerra como un bosque grande y oscuro, y dentro, la guerra. Algo terrible. ¿Por qué en el bosque? Porque en los cuentos lo más horrible siempre ocurría en un bosque», p. 164) o la creencia de que las bombas son selectivas con las víctimas («—¿Estás loca? ¿Qué querías, que te matara? / —¡Qué dices, mamá! Es metralla de nuestras bombas. ¿Cómo iba a matarme?», p. 75). Algunos coinciden en su asombro cuando vieron a un alemán por primera vez y descubrieron que, después de todo, los monstruos de su imaginación tenían de hecho el aspecto de hombres corrientes.
Svetlana Alexiévich
Alexiévich les pidió que contaran un solo recuerdo, aquello que más los marcó. Aun así, a menudo el relato está salpicado de reflexiones que han madurado a lo largo de los años, reflexiones que encarnan la huella que la guerra ha dejado en elloscomo adultos y la forma en la que ahora la recuerdan. El miedo a la felicidad («Pero en realidad nunca puedo estar del todo feliz. Completamente feliz. No se me da bien la felicidad. Me da pánico. Siempre me parece que acabará de un momento a otro», p. 173), la obsesión por detalles que antes pasaban desapercibidos («De mayor he vuelto a leer fábulas…, cuentos de niños… ¿Y en qué me he vuelto a fijar? En la cantidad de veces que aparece la muerte. Hay mucha sangre. Me he dado cuenta», p. 35), la nostalgia («Ahora que ya se han ido a menudo reflexiono sobre lo bueno que es vivir con ancianos. Mientras ellos están vivos nosotros siempre seguimos siendo los niños. Incluso después de la guerra continuamos siendo sus hijos…», p. 322) o, no todo va a ser negro, la celebración de la solidaridad («No entiendo lo que son los desconocidos porque mi hermano y yo crecimos entre gente desconocida. Nos salvó gente desconocida. Pero ¡si no son desconocidos! Toda la gente es familia. Vivo con esta sensación, pero a menudo me decepciono. La vida en tiempos de paz es otra cosa…», p. 111). Estos recuerdos enriquecen cualquier conocimiento de la guerra, y mi comentario quiere ser una invitación a la lectura. Como Alexiévich, me retiro a un segundo plano para que los lectores escuchen a los Últimos testigos sin el filtro del análisis, que, por la naturaleza plural de este libro, resulta menos compendioso que nunca, ni tampoco puede expresar su crudeza sobrecogedora. Termino, en fin, con las palabras de la última superviviente: «Somos los últimos testigos. Nuestro tiempo se acaba. Tenemos que hablar… Nuestras palabras serán las últimas…» (p. 334).