Revista Opinión
En el colegio lo buscaba para juntos trepar a los árboles y corretear por el patio. Cuando podíamos escabullirnos de nuestros padres, íbamos muchas tardes a descubrir los alrededores del pueblo y los recovecos de un riachuelo sinuoso como una misteriosa lombriz acuosa que lo travesaba de parte a parte. Años más tarde, quedábamos los fines de semana para perseguir a las chicas y disputarnos una mirada o la promesa de una sonrisa, envanecidos con las primeras sombras en el bigote y las torpes galanterías de un soñador timorato. Después coincidimos en la universidad y compartimos apuntes, noches en vela y suspensos para septiembre que nos permitieron labrarnos una profesión, con más incertidumbres que vocación, con la que encarar ese futuro al que aspiran los adultos. Formamos un hogar y nuestros respectivos hijos disfrutaron, mientras iban creciendo, de reuniones en torno a cervezas, algunas paellas y excursiones a la sierra o la playa que constituían el marco para filosofar de lo bien que se está cuando se está bien y de las oportunidades que hemos desperdiciado a lo largo de nuestras vidas. Solíamos quedar en el trabajo para saborear el primer café de la mañana y la única ocasión para una charla distendida y reconfortante. Nos invitábamos recíprocamente a las bodas, bautizos, comuniones y entierros que se producían en nuestras familias y allegados para rubicar que el tiempo se fuga y los sueños se agotan conforme las canas y las arrugas domestican nuestra identidad. Y, al final, a pesar de vicisitudes diversas y adversas, sabíamos que estábamos ahí, dispuestos a responder a una llamada que remueve el poso de aquella amistad de la que jamás renunciamos aunque padezca períodos de alejamiento y silencio. Porque un amigo es al que puedes llamar siempre.