Revista Libros

Un amor bizarro: amor jubilado

Publicado el 19 mayo 2010 por Maxpalacios
UN AMOR BIZARRO: AMOR JUBILADO
AMOR JUBILADO
by: max palacios

Cuando Leopoldo Romero abrió el diario del domingo, jamás imaginó que un aviso publicitario contratado por el colegio en el que había trabajado durante veinte años le traería viejos recuerdos que había condenado a la más absoluta indiferencia. Revivió lejanos días en los que pensó que su vida había cobrado sentido y, poco a poco, fue reconstruyendo lo que hasta ese momento había considerado como la mejor –o quizá peor- etapa de su vida.
Por aquellos tiempos, le faltaba pocos meses para jubilarse y recibir su liquidación por los años de labor docente (tenía planeado viajar por todo el mundo hasta que el dinero se le acabara). Desde que inició su actividad en la educación, sus días se resumían a lo siguiente: se levantaba a las seis de la mañana, realizaba una rutina de ejercicios, tomaba media hora en su aseo personal, desayunaba junto a su octogenaria madre –era hijo único- y, finalmente, salía rumbo al colegio a dictar sus clases de Historia Universal con su eterno saco azul y dos libros bajo el brazo. Era un hombre alto y de una delgadez que lindaba con la desnutrición; su rostro era taciturno, adornado por un bigote elegante, y el cabello largo que llevaba le otorgaba una apariencia bohemia a su aspecto.
Permanecía en el colegio hasta un poco después de las dos de la tarde y regresaba a casa para almorzar con su anciana madre. Posteriormente, preparaba las clases del día siguiente y al caer la noche colocaba unos discos en el equipo para deleitarse con las óperas de Mozart y Verdi.
Los fines de semana salía a pasear por las calles antiguas de Barranco y en las noches asistía a algún cine club a presenciar películas del neorrealismo italiano y la nueva ola francesa. Los domingos se pasaba todo el día leyendo novelas históricas y de aventuras, soñando a través de estas lecturas la apasionante vida de la que fue privado en el mundo real. Ese era, en resumen, la rutina que había llevado durante veinte años de docencia después de graduarse como licenciado en Historia en la Universidad Católica. Jamás permitió que ningún acontecimiento turbara su vida ni que ninguna persona pusiera en riesgo la rutinaria existencia a la que estaba acostumbrado. Es por ello que nunca admitió amar a alguien y mucho menos tener enemigos. El odio y el amor eran sentimientos que mantenía muy alejados de su persona. En el colegio no se había ganado el aprecio de sus colegas, pero tampoco podía decirse que le tenían aversión; era de las personas que no producían ningún tipo de sentimiento y de no ser por su extrema delgadez y su rostro taciturno, hubiera pasado desapercibido toda la vida.
En ese último año de trabajo, antes de las vacaciones por Fiestas Patrias, un pequeño incidente estuvo a punto de romper con su rutina: al finalizar las clases del día jueves, una de las alumnas del último año de secundaria se le acercó para pedirle unas clases particulares del curso que dictaba, a lo cual él se negó firmemente aduciendo que no tenía tiempo. Cuando llegó a casa, su madre le comunicó que una estudiante había llamado. Esta noticia lo inquietó mucho y estuvo toda la tarde caminando por la casa sin poder concentrarse en nada. Al caer la noche, el timbre del teléfono lo sacó de su turbación. Cogió el auricular y pudo notar que las manos le sudaban:
-Aló… Buenas tardes, con el profesor Leopoldo Romero… Sí, él habla… Cómo está profe, habla María Cristina, la alumna del Quinto A… ¿Cómo está señorita?, dígame, ¿qué ocurre?… Se acuerda lo de las clases particulares, profe, de verdad, necesito tomarlas porque si no me van a desaprobar… Señorita, ya le explique que no tengo tiempo… Profe, por favor, búsquese un tiempito, yo puedo en cualquier momento, si quiere voy hasta su casa… No, señorita, de ninguna manera… Pero, profe, no sea malito, se lo suplico… Mire, yo no estoy acostumbrado a dictar clases particulares, pero lo voy a hacer con la promesa de que sea la última vez que me lo solicita… Esta bien, profe, la última vez… Otra cosa más, no comente lo de las clases con sus compañeros, no quiero que me estén llamando para molestarme… Profe, entonces, ¿cómo quedamos?… En el colegio nos ponemos de acuerdo, señorita… Esta bien, profe… Una última cosa, señorita, no me diga profe... Ya “profe”, está bien, chau.
Leopoldo colgó el teléfono y se sintió más angustiado que cuando no había recibido la llamada. No podía creer que había aceptado dictar esas clases: en sus veinte años de labor educativa jamás aceptó una solicitud de ese tipo (se había prohibido toda clase de relación con sus alumnos fuera del colegio). Bueno, se dijo, sólo será un par de horas de asesoría y nada más. Colocó unos discos de Mozart en el equipo y se recostó en el sofá para relajarse un momento. Cuando despertó, los primeros rayos del sol ingresaban por entre las cortinas de la sala. Sintió un poco de vergüenza al tomar conciencia de que no había dormido en su habitación. Se duchó muy rápido y obvió la rutina de ejercicios. Desayunó con su madre y salió deprisa a tomar el ómnibus que lo conducía al trabajo.
Al llegar al colegio se sobresaltó un poco al darse cuenta que había olvidado sus libros de consulta; sin embargo, recuperó la tranquilidad cuando recordó que esa semana las clases eran un repaso de todo el avance del bimestre. Revisó su horario y se dirigió al Quinto A. Dentro del salón, intentó desarrollar su clase con total tranquilidad, pero la mirada fija de Maria Cristina lo intimidaba. Le hubiera gustado decirle: “Señorita, concéntrese en la clase, por favor”, pero le faltaba coraje para atreverse. La muchacha tenía una belleza hechizante capaz de vencer cualquier hostilidad hacia ella. Era una chica alta, de piel bronceada, cabellos largos y ojos color caramelo. Llevaba el uniforme por encima de la rodilla, el pelo suelto y los ojos delineados. Detrás de sus enormes pestañas dejaba filtrar una mirada dulce, pero el brillo de sus ojos le otorgaba cierta malicia que lindaba con lo perverso. “Todo ángel es terrible”, recordó Leopoldo citando a un poeta cuyo nombre no recordaba. En ese momento ella levantó la mano y le hizo una señal como llamándolo. Él se dirigió hacia las últimas carpetas del aula.
-Profe, ¿cómo quedamos?…Hable más bajo, señorita…Ya pues, profe, no se me haga el difícil…Más bajo, por favor…Yaaa, profe, está bien, pero dígame, ¿cómo hacemos?…A la hora del descanso nos ponemos de acuerdo en el horario y el lugar…Chévere, profe, en el descanso.
A la hora del descanso Leopoldo se dirigió a la cafetería del colegio y cuando estaba a punto de llevarse a la boca el segundo café de la mañana una voz dulce y ensayada se oyó en todo el ambiente: “Profe, lo estoy buscando, ¿cómo quedamos?”. Todos los docentes voltearon la mirada hacia el umbral de la puerta, algunos de ellos dejaron las tazas sobre la mesa como en cámara lenta, y pudieron distinguir la figura de una muchacha espigada que llevaba las manos sobre la cintura. Leopoldo se levantó algo abochornado y se dirigió hacia donde había venido la voz.
-Señorita, pero, ¿por qué es tan impertinente?, no podía ser más discreta…Ay, profe, es que usted no me hace caso…Miré, vamos a terminar esto de una vez por todas…Profe, pero si ni siquiera hemos empezado…No se haga la graciosa. La espero después de clases en la sala de profesores…Esta bien, “pro-fe”.
En la tarde, después de clases, Leopoldo estaba sentado en uno de los sillones de la sala de profesores. Al poco tiempo ingresó la muchacha y se sentó a su lado.
-Vayamos a la mesa…Aquí está bien, profe…No, señorita, a la mesa…Profe, qué pesado…Le ruego que se exprese bien, señorita…Estaá bien.
Leopoldo abrió el libro de Historia Universal que había sacado de la biblioteca y en una hora despachó todo lo concerniente a la Primera y Segunda Guerra Mundial. Hizo algunas notas de ayuda y se las entrego a su pupila. La chica se levantó y le agradeció muy entusiasmada. Al despedirse, se acercó un poco y le dio un beso muy cerca de la comisura de los labios. Leopoldo se retiró muy aturdido y ella esbozó una sonrisa coqueta.
Aquel fin de semana fue muy diferente. En lugar de su acostumbrado paseo por las calles de su antiguo distrito, Leopoldo prefirió ir de compras a un centro comercial y compró algunas camisas, dos pantalones y un saco sport; se recortó el cabello y pidió que le afeitaran el bigote. Cuando se miró al espejo de la peluquería, la imagen que vio fue la de una persona mucho más joven y renovada. Al llegar a casa, pasó gran parte de la tarde probándose la ropa que había adquirido. El domingo se levantó temprano y salió a correr por el malecón. En la tarde ojeó el periódico y se animo a ver una comedia romántica que pasaban en el cable.
La semana que siguió, el trabajo en el colegio estuvo muy descansado. Lo único que se tenía que hacer era supervisar la evaluación de los alumnos. Al llegar al colegio, todos se dieron cuenta del cambio de Leopoldo. Hasta el portero le dirigió una mirada de sorpresa que no se molestó en disimular. Él se sintió un poco cohibido y hubiera preferido regresar a casa y volver a vestirse como siempre, pero algo se lo impidió. Con el paso de los días, el asunto del cambio ya no era de interés. Leopoldo se sintió aliviado e incluso se animó a ser más sociable con sus compañeros de trabajo.
En la tarde del viernes, recibió una llamada inesperada. Al otro lado de la línea, María Cristina lo invitaba a cenar en casa de sus padres: “Están contentos porque he aprobado el curso, pues, profe, así que lo esperamos esta noche… Para serle sincero, no esperaba esta invitación, señorita… No sea chupado, pues, profe, anímese… Bueno, deme su dirección… Mejor, yo lo voy a recoger, profe, si no, se me pierde”.
Antes de colgar el teléfono, Leopoldo le dio su dirección y algunas señas para ubicarse bien. Se levantó del sillón y fue a vestirse con sus mejores ropas. Cuando ya estuvo listo, se animó a tomarse una copa de vino para aplacar los nerviosos. Al poco rato, llegó María Cristina, subieron al auto y partieron rumbo a la casa.
-Pensé que iba a venir con sus padres, señorita… No, profe, no tenían tiempo… ¿Y le permiten que maneje siendo menor de edad?… Ya soy mayor de edad y tengo mi brevete… Qué bien, no quisiera que nos detenga algún policia… No se preocupe, profe.
La muchacha conducía el vehículo con una habilidad que él envidiaba: entraba y salía de un carril a otro, adelantaba a los vehículos, cerraba a los ómnibus de transporte urbano y cuando algún chofer le gritaba, ella sacaba la mano por la ventana y les hacía una señal con el dedo medio. Llegaron a casa de los padres en menos de media hora, a pesar de que el trayecto era muy largo. Era un chalet de dos plantas, de una arquitectura futurista y estaba ubicado en las afueras de Lima, en una urbanización a la que la gente de dinero se había trasladado después de que Miraflores y San Isidro se convirtieron en distritos muy intranquilos e inseguros. Cuando ingresaron a la casa, todo estaba a media luz. Leopoldo pudo distinguir en el comedor una mesa preparada como para una cena íntima. Desde donde estaba, las grandes lunas polarizadas le permitía observar hacía afuera una laguna artificial rodeada por todos los chalets de la urbanización.
-¿Y sus padres?… No están, profe, se fueron de viaje a Estados Unidos… Pero, usted me dijo que… ¿Qué pasa profe?, ¿le tiene miedo a una chica de dieciocho años?… No es eso, pero pensé que la invitación era de sus padres… No importa, profe. Venga, siéntese aquí… ¿Dónde puedo dejar mi saco?… En el sillón, profe.
Leopoldo se sintió un poco confundido. Nunca había sido engañado así, nunca había tenido una cena para dos. Intentó sobrellevar las cosas con naturalidad, pero los nervios lo traicionaron: casi al terminar la cena, vació una copa de vino sobre la mesa. La muchacha se levantó, colocó unas servilletas sobre la parte húmeda y volvió a llenar la copa.
-Disculpe, no fue mi intención… No se preocupe, profe, suele suceder. Más bien, vayamos a la sala a escuchar algo de música… Creo que me tengo que retirar… No sea aguafiestas, profe, véngase a tomar algo con su alumna.
La muchacha se levantó, cogió la botella de vino y las copas y se fue a sentar al sofá de la sala. Él la siguió con una servidumbre perruna. Se sentaron uno al lado del otro en silencio. Desde el sofá, la muchacha programó unos discos en el equipo y la voz de un cantante español de moda se dejó escuchar por toda la sala. En menos de una hora despacharon la botella de vino y estaban hablando como si fueran viejos amigos. Cuando la muchacha se levantó para traer otra botella de vino, Leopoldo pudo contemplar el esplendoroso cuerpo que se alejaba con un movimiento de caderas capaz de seducir a cualquier monje tibetano.
Ella volvió a sentarse a su lado y posó una mano sobre su rodilla, él intentó alejarse, pero ella lo contuvo. “¿Qué pasa, profe, nunca a estado a solas con una mujer?”, le dijo mientras acercaba sus labios y antes de que él retirara el rostro, ella ya estaba sobre él besándolo con una pasión desbordante. Leopoldo se dejó llevar por el momento, pero cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo se levantó como disparado por un mecanismo ajeno a su voluntad. Ella volvió al ataque y en pocos minutos ya estaban ingresando a una habitación grande y decorada muy sobriamente. Ella lo tumbó sobre la cama y le hizo el amor como una gran conocedora de las artes amatorias.
“Ésa fue tu primera vez, Leopoldo”, se dijo mientras seguía mirando el periódico sin leer ya nada. “Tu primera vez con una muchacha que hubiera podido ser tu hija y lo disfrutaste como nunca”. Se acomodó los lentes y volvió a abandonarse a sus recuerdos.
Después de aquella noche, vinieron las vacaciones de medio año y durante un par de semanas vivió en un estado de zozobra y angustia. Cuando volvieron las clases tuvo vergüenza de todo lo que había sucedido y le solicitó al director que hiciera un cambio en el horario del Quinto A para evitar la presencia de la muchacha. Todos sus esfuerzos fueron en vano: a medio año era imposible realizar cualquier cambio en el horario. Llenó sus pulmones con todo el aire que pudo e ingresó al aula. Dentro del salón se escuchó una serie de rumores que lo perturbaron un poco. Recobró el aplomo y empezó la clase olvidando la presencia de María Cristina. Cuando ya estaba a punto de culminar su labor, se escuchó una voz desde el fondo del salón: “Profe, creo que se olvidó esto en mi casa” y vio a la muchacha sosteniendo una corbata entre sus largos dedos. Leopoldo hubiera preferido desaparecer en ese momento. Sintió cómo la sangre se le subía al rostro y sus orejas ardían al rojo vivo. Se dirigió hacia ella y le arrebató la prenda sin decir palabra alguna. Cuando salió del salón, escuchó que los alumnos se reían y rumoreaban entre ellos. El resto de la mañana le fue muy difícil concentrarse en las clases. Al escuchar el timbre de salida, sintió un gran alivio. Se dirigió muy apresurado a casa, almorzó y se tiró a dormir. Antes del anochecer, el sonido del teléfono lo despertó. Un poco somnoliento contestó:
-Aló…¿Con el Profesor Leopoldo?…Él contesta…Profe, habla María Cristina…¡Señorita!, ¿cómo se le ocurre llamarme después de lo que me hizo esta mañana?
Tiró el teléfono y se volvió a acostar. Apenas se recostó, volvió a sonar el teléfono.
-Aló… Profe, soy yo… Señorita, le pido, por favor, que deje de molestarme… Profe, si me vuelve a colgar voy a encargarme de que todo el colegio se entere de lo nuestro… ¿De lo nuestro?… Sí, de lo que pasó en mi casa… Señorita, por favor, no cometa la imprudencia de contarle a alguien lo que pasó, me podría perjudicar y yo estoy a punto de jubilarme… Entonces no sea descortés conmigo, además esa noche la pasamos muy bien… Esta bien, pero le ruego que sea discreta… Profe, yo no voy a contar nada a nadie, pero creo que va a tener que hacer méritos… Está bien, está bien, pero, por favor, sea discreta.
Cuando Leopoldo colgó el teléfono, no imaginó lo que vendría. Primero fue la petición de las preguntas del examen bimestral de su curso, luego, las preguntas de los exámenes de los demás cursos de letras, y, finalmente, las preguntas -con sus respectivas soluciones- de los exámenes de ciencias. A nada de eso se pudo negar el profesor; la muchacha tenía la sartén por el mango, de tal manera que al finalizar el año, María Cristina y su grupo de amigos habían aprobado todos los cursos con notas sobresalientes, incluso uno de ellos ocupó el segundo lugar de mérito dentro del salón. Leopoldo se sintió tranquilo y pudo culminar el año sin ningún sobresalto, pero algo había ocurrido sin que él se diera cuenta: estaba enamorado de la muchacha que le había hecho la vida imposible.
Un sábado por la tarde, antes de las fiestas navideñas, ella le pidió que se encontraran en un centro comercial de las afueras de la ciudad.
-¿Cómo está, profe?… Muy bien, María Cristina… Qué bueno, profe, se le ve muy bien, no sé, como rejuvenecido… Gracias, se hace lo que se puede… Profe, yo quería hablar con usted porque le iba a pedir un último favor… ¿En qué te puedo ayudar?, cuenta conmigo para lo que sea… Profe, mis padres están en mala situación y necesito dinero… Pero, Maria Cristina, tu sabes que los profesores no ganamos mucho, no sé cómo te podría ayudar. ¿Cuánto es lo que necesitas?… Algo de mil dólares… ¡Mil dólares!… Sí, profe, es para pagar una deuda con el banco, sino los embargan… Pero mil dolares es mucho dinero… Profe, yo le prometo que le voy a pagar cada dólar y sería capaz de hacer cualquier cosa por usted… No se trata de eso María Cristina, es que es mucho dinero… Por favorcito, profe, se lo suplico.
Leopoldo vio la cara triste de la muchacha y se le partió el alma. Se acercó a ella, le hizo una caricia paternal y se levantó. “Vamos al banco”, le dijo. Ella cambió de semblante, se le iluminó el rostro y caminaron hacia el banco.
-Profe, no se preocupe, yo le voy a pagar hasta el último centavo.
Fueron a tomar algo y luego terminaron en un hotel cerca del centro comercial. Esa fue la última vez que la vio. Después de fin de año, durante las vacaciones, Leopoldo llamó por teléfono a María Cristina. Nadie contestó. Salió de casa y se fue a buscarla. Cuando llegó al chalet que meses atrás había visitado, se pegó al intercomunicador y llamó.
-Buenas tardes, con la señorita María Cristina… No, ella ya no vive aquí, la familia Martínez viajó a Estados Unidos… ¿Cómo dice?… Ya lo escuchó, viajaron a los Estados Unidos… ¿Hace cuánto que viajaron?… Antes de navidad… ¿No hay manera de comunicarse con ellos?… No. Y, disculpe, tengo cosas que hacer.
Leopoldo quedó perplejo. No podía entender todo lo que estaba pasando. Intentó ordenar sus ideas, pero todo era inútil: la muchacha le había engañado de la manera más vil y no podía hacer nada. Caminó con las manos en los bolsillos y no tuvo ganas de regresar a casa. Tomó un taxi y se dirigió hacia un bar. Frente a un vaso de cerveza, intentó sofocar sus penas.
Cuánto tiempo había pasado desde que dejó de ver a María Cristina. Se había prometido olvidar este incidente que había perturbado seriamente su vida. Sin embargo, la herida se mantenía abierta y a pesar de los cabellos blancos que poblaban su cabeza, Leopoldo no pudo evitar que una lágrima rodara por la página central del diario que hacía muchas horas había dejado de leer. Se levantó del sillón, fue hasta el bar y abrió la segunda botella de vino de la tarde. Sus recuerdos se fueron disipando con la llegada de la noche.
(De Amores bizarros)


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