Ayer entré en una cafetería para desayunar. Todas las mesas estaban ocupadas, así que me acomodé en la barra. A mi lado charlaban tres personas mayores, dos hombres y una mujer. A los dos minutos uno de los hombres y la mujer se marchan, y se queda el otro señor, que ya no cumplía los 70. Apenas salieron por la puerta, el viejete se dirige a mí y me cuenta que el que se acaba de marchar es una persona inteligentísima, economista y con una conversación muy entretenida. A mí me acaban de traer un café y un croissant y estoy empezando a tomármelos. Lo que me pedía el cuerpo era contestarle “¿Y a mí que rábanos me importa?”, pero por no ser borde con el abuelete lo miro y esbozo una ligera y desganada sonrisa. Nada más, ni una palabra, convencida de que el viejete cogería la indirecta.
Nada de eso. Resulta que el abuelo pretendía ligar, y se dio cuenta de que sólo tenía el tiempo que yo iba a tardar en tomar lo mío, de forma que entra a saco. Me cuenta que es abogado, que sacó premio extraordinario de fin de carrera y que en sus ratos libres hizo Filosofía y Letras. Pienso que la mueca de sonrisa que he hecho no ha sido suficiente y le contesto exactamente “Me alegro mucho por usted”, con el mismo tono que hubiera utilizado para decirle “vete a la mierda”. Y el viejo sigue atacando. Por lo visto aquellas escuetas cinco palabras, que por el tono desanimarían a cualquiera, no le hicieron mella, y me responde que hablo muy bien el castellano. Le contesto, cada vez en un tono más desagradable, que es natural, porque soy española. Y el increible abuelo me responde que le sorprende, ¡¡¡porque tengo pinta de “artista extranjera”!!!
Viendo cómo se ponía la cosa, le digo que sí, que puedo pasar por la hermana gemela de Uma Thurman, excepto los días en que quiero sorprender a mis amigos, me pongo una peluca castaña y un culo postizo perfecto, y entonces se me puede confundir con Jennifer López. Aclaro a los lectores que tengo 50 años, y que no iba arreglada precisamente de forma que pareciera que estaba pidiendo guerra. Concretamente, como el día estaba nublado y con aspecto de que podía caer un chaparrón en cualquier momento, me había puesto unos vaqueros, una camiseta blanca y unas alpargatas. Y la cara lavada, sin ni siquiera mi indispensable rayita en el ojo. El viejo no parece coger la ironía y con empeño digno de mejor causa me dice entonces “Niña, no deberías teñirte el pelo de rubio”. En ese momento cualquier respeto por una persona que me saca más de 20 años se me ha pasado, así que le digo que haga el favor de no llamarme niña, que tengo 50 años y que a esas alturas me pongo el pelo como me parece mejor.
El abuelo considera entonces que parece ser preferible no seguir por el tema capilar y ataca con más empeño y peor estilo aún. Comenta entonces que no estoy morena, y que debería usar bikini. Y para rematar suelta entonces que el bikini me sentaría estupendamente “porque tengo poco pecho”. En ese momento ya estoy alucinando con la conversación del viejo, y empiezo a preguntarme si en esa cafetería le echarán algo al café. Por cierto, aparte de la ordinariez del comentario hecho a una señora que no conocía de nada, debo aclarar que no tengo poco pecho, pero agradezco mentalmente que dijera eso en lugar de comentar que tenía unas tetas estupendas, cosa de lo que lo creía perfectamente capaz dada la forma en que se había desarrollado la conversación.
Sólo tenía dos opciones: mandarlo directamente a tomar viento o atragantarme con lo que quedaba del croissant y dejarlo con la palabra en la boca. Me sigue dando qué sé yo ponerme bestia con un viejo, así que me meto el último bocado del croissant a toda pastilla al mismo tiempo que pongo sobre la barra el importe exacto de la cuenta para salir pitando en 20 segundos. Pero el viejo decide aprovechar esos 20 segundos y el hecho de que tengo la boca llena y me dice que le encantaría invitarme esa noche a bailar y a tomar unas copas. No contesto y salgo despavorida de allí.
No tengo ni idea de cómo se ligaría en los tiempos del viejo, pero yo en mi vida he conocido a un tío tan borde. Estoy segura de que ni siquiera los marineros de los barcos de pesca, que llegaban bastante desaforados después de una larga temporada en el mar, soltaban unas parrafadas semejantes a las fulanillas de la zona del muelle. Vamos, que un ancianete que supuestamente tiene dos carreras les podría dar clases de borderío. Y todavía tendremos que seguir oyendo que hay que ver cómo es de maleducada la gente joven.