Tengo un regalo prenavideño: un anillo único en el mundo. Sin molde, sin posibilidad de repetición. Una edición limitada a una sola unidad, numerada entre risas y afecto.
Nació en un taller de joyería de cuatro horas. Sierra, lima, pulidora, ácido, soldadura. Y nosotros allí, sentados, atentos, siguiendo las indicaciones de una joyera simpática y muy paciente para convertir una idea en metal: una joya hecha a mano, a nuestra medida.
La experiencia fue agradable, divertida y, sobre todo, reveladora.

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Y es irrepetible: una estrella imperfecta; una curva que no me salió del todo bien, pese al martillo de nailon. Ni queriendo podrías imitarla. Solo hay que ponerse a limar la estrellita del centro para entenderlo: cada gesto deja su pequeña huella.
Y, más allá del regalo, me llevé otra cosa. Después de verme serrando la plata —cuatro veces tuvieron que cambiarme la sierra— salí del taller con una idea clara: reivindicar la joyería artesanal.
Estamos acostumbrados a piezas que nacen de moldes, se cortan con láser en fábricas y se reproducen por miles. Piezas perfectas, sí, pero idénticas. En cambio, en un banco de trabajo, el tiempo pesa de otra manera: paciencia, precisión, oficio. Alguien crea, ajusta, corrige, vuelve a empezar. Mima cada detalle como si fuese el único.
Joyas que son únicas y que son arte.
