(JCR)
Hace pocos días que regresé a España de la República Democrática del Congo. A lo largo del año pasado y hasta la primera semana de febrero, he dedicado una buena parte de mi tiempo a llevar adelante el proyecto que la ONG en la que trabajo ha realizado en las afueras
de la ciudad de Goma, con población desplazada muy vulnerable, sobre todo con niños y jóvenes. Gestionar el dispensario, la clínica psicológica, los campeonatos deportivos, los talleres de formación y muchas actividades más, me ha dado infinidad de alegrías y ha absorbido buena parte de mis energías. Ahora todo toca a su fin, y de esta experiencia de tránsito se puede aprender mucho.
En un proyecto de cooperación hay una fecha de finalización que hay que respetar escrupulosamente, y cuando esta llega toca traspasar el proyecto a los socios locales –en este caso los Salesianos de Don Bosco- cerrar las cuentas, asegurarse de que el inventario está bien hecho y que todo lo que entregamos a la contraparte está en buen estado. Es el momento de las despedidas y de realizar una parte poco gratificante del proyecto: Preparar el informe final. Atrás quedan jornadas en las que el contacto y la relación con otras personas es intenso y gratificante y las horas de varias semanas venideras se llenarán de tareas como revisar cuentas, comprobar facturas, escribir informes y organizar documentos, un papeleo necesario para justificar gastos y actividades ante los financiadores, en este caso la Junta de Comunidades de Castilla La Mancha, que nos confiaron fondos públicos para ser empleados en ayuda humanitaria.
Y cuando esto sucede te das cuenta de que ya no eres necesario. Durante un año, tal vez más, has intentado hacer las cosas lo mejor posible -en este caso mi compañero que estuvo allí un año antes de que yo le sustituyera- para que muchas personas que carecían de servicios de salud básica, educación, alimento y otros derechos fundamentales mejoraran su nivel de vida, y cuando esto ha sucedido has experimentado bastantes alegrías y has dado por bien empleados momentos de cansancio, de dureza e incluso de malentendidos y hasta de riesgo.
Has aprendido que, con fondos suficientes, un buen plan de trabajo intentas seguir fielmente aplicando flexibilidad cuando ves que es necesaria, y sobre todo intentando tener siempre una buena relación con los socios locales y con los beneficiarios, las cosas van saliendo bien, aunque no siempre sea según lo previsto al cien por cien. Y te llena de satisfacción ver a muchachos de familias desplazadas que antes no estudiaban y ahora van al colegio y sacan buenas notas, ver a mujeres víctimas de abusos que se recuperan gracias a una ayuda psicológica profesional, ver a personas que disfrutan aprendiendo y estando juntos en los cursos de formación, y sobre todo –como era el caso en nuestro proyecto- ver todos los días por la tarde y todos los fines de semana a cientos de chavales felices jugando al fútbol o al baloncesto en las cuatro pistas que construimos en el centro Boscolac, a orillas del lago Kivu.
Pero un día las cosas llegan a su fin y te tienes que ir. En el centro que has gestionado te llaman el día antes, te encuentras ante un grupo de personas que te leen un bonito discurso que han preparado a conciencia y en el que te dicen que saludes a todas las personas de España (¿a los 45 millones uno a uno, te preguntas?) y que les recuerdes que en el Congo lo siguen pasando muy mal y que aún necesitan ayuda (y entonces te acuerdas de los implacables recortes a la ayuda humanitaria y tragas saliva mientras sientes vergüenza), etc, etc. Después te dan un regalo para que te acuerdes de ellos, les saludas, te sacas las fotos de rigor y al minuto siguiente ya estás en el coche abandonando el lugar que durante tanto tiempo ha ocupado tus muchas jornadas, del que te sientes orgulloso y que probablemente ya no verás más, porque no es tuyo. Ya no eres necesario. Al día siguiente cogerás un avión que te traerá de vuelta a tu país, con tu familia y tus amigos, y cuando en el frío de febrero en Madrid te quedes con la mirada perdida tal vez alguien te pregunte qué tal por el Congo y cuando intentes explicar todo lo que has vivido y lo que te duele ver a tantos niños en la calle sin escuela y a tantas madres sin poder llevar a sus hijos enfermos a un centro de salud, te darás cuenta de que tus interlocutores viven en otro mundo, o más bien que eres tú el que habitas en un planeta distinto y que puede que hayas dejado África pero África no te ha dejado y la sigues llevando dentro de ti, y te resulta muy difícil explicar eso incluso a personas que te resultan muy allegadas.
Una de las mejores lecciones que podemos aprender en la vida es servir a los más necesitados sin deseos de poseer ni de intentar ser dueños de nada, aprendiendo mucho de ellos y sabiendo retirarnos a tiempo. Hemos hecho un trabajo que hemos intentado realizar con competencia por respeto a ellos , con humildad, y sabiendo que al realizar un proyecto estaremos presente en el terreno tal vez uno o dos años, y después nos marcharemos para dejar que el socio local siga llevando adelante la obra iniciada. Y cuando desaparecemos tras haber entregado todo lo que hemos podido a la gente de allí realizamos nuestro último servicio, tal vez el que más nos cueste pero también el más necesario: renunciar a ser indispensables.