El prestigioso cardiólogo Valentín Fuster entró una mañana en la habitación de Carlos Cano, en el hospital Monte Sinaí, y le dijo mirándolo fijamente a los ojos: “Escucha, Carlos, te puedo cambiar el corazón, pero quiero que sepas que las tuberías están muy mal”. Fue entonces cuando el cantautor andaluz se aferró a la vida y quiso volver a nacer “en Nueva York, provincia de Granada”. Aquellas tuberías aún aguantarían cinco años, tiempo para que el cantante y compositor granadino recibiera ese reconocimiento que le estuvo negado durante demasiado tiempo, luego de recuperar con la dignidad propia de las gentes del sur, ese que siempre existió, la otrora denostada copla española.
“No puedo fingir que no tengo miedo”, escribió Oliver Sacks cuando supo que tenía metástasis múltiples en el hígado. “Pero el sentimiento que predomina en mí es la gratitud. He amado y he sido amado; he recibido mucho y he dado algo a cambio; he leído, y viajado, y pensado, y escrito. He tenido relación con el mundo, la especial relación de los escritores y los lectores”, añadía el neurólogo y escritor británico en un precioso artículo que tituló ‘De mi propia vida’. Y concluía: “Sobre todo, he sido un ser sensible, un animal pensante en este hermoso planeta, y eso, por sí solo, ha sido un enorme privilegio y una aventura”.
Cuando mi padre sobrepasó la adolescencia, un médico le aseguró en una de aquellas consultas de la posguerra que le quedaban apenas unos meses de vida. Me lo contó hace muchos años, siendo yo un crío, y lo hizo con una naturalidad que, vista con la distancia que da el tiempo, me deja perplejo. “¿Y qué hiciste?”, atiné a preguntarle. “Pues nada. Me hice a la idea, quizá un poco de manera inconsciente, y fui despidiéndome de la gente”, me contestó. Supongo que aquel episodio estaba motivado por algún mal de esos que entonces eran casi incurables y de los que muy pocos se salvaban. Entre otros, el tifus, la tuberculosis o lo que se daba en llamar de forma eufemística la ‘depresión alimenticia’.
Fueron pasando los meses y mi padre, lejos de empeorar, mejoraba su aspecto. O, en todo caso, lo mantenía. Su cuerpo no detectaba ningún síntoma que diera a entender que el final estaba próximo. Con el discurrir de los días, se le debió hasta olvidar lo que un hombre con bata blanca le había diagnosticado tiempo atrás. Siguió haciendo su vida, que no debía de ser muy fácil para un huérfano paterno que vivía rodeado de mujeres –su madre y sus hermanas– en aquella España lóbrega y macilenta.
Mi padre fue un hombre sano desde entonces hasta casi alcanzar la ancianidad. Tan solo lo recuerdo postrado, cuando rondaba la cincuentena, como consecuencia de un cólico nefrítico que le produjo unos dolores de gran intensidad, por un cálculo alojado en el conducto que va desde los riñones hasta el tracto urinario cercano a la uretra. Superado aquello, y tras expulsarlo, vivió un cuarto de siglo de placidez saludable, apenas alterada por una diabetes que controlaba solo con pastillas.
Muchas veces he recordado aquel episodio en la vida de mi progenitor, e incluso he intentado ponerme en su lugar. Y cuestionarme cómo reaccionaría cualquiera de nosotros si un médico nos pronosticara un día lo que a él le predijo aquel aprendiz de brujo. César González-Ruano mantuvo siempre que la muerte podría consistir en ir perdiendo la costumbre de vivir. Y quizá eso es lo que no debiéramos abandonar nunca, aunque nos cueste asumirlo, más que nada por si después, eso que algunos llaman vida eterna, no lo fuese tanto
[‘La Verdad’ de Murcia. 14-9-2018]