Hay cosas que uno no elige; en lo importante, se suele tener la sospecha de que, más bien, uno ha sido elegido. Yo no elegí el jazz. No decidí balancearme cuando escuchaba su ritmo asincopado, ni quedarme boquiabierto ante una improvisación. Ocurrió, y ocurre.
Tampoco decidí que el jazz tuviera que ver con mi modo de escribir. Y tiene. La fertilización es misteriosa, porque nunca he intentado juntar las dos cosas; de hecho ni puedo escribir escuchando jazz, ni cuando estoy improvisando con el saxo -o simplemente escuchando- busco alguna correspondencia literaria. Pero ahí están, como el perfil de la cornisa y el cielo.
El músico de jazz pone el acento en la imprevisibilidad total de la actuación. Lo que hace frente al público no se diferencia nada de lo que hizo antes; y se diferencia todo al mismo tiempo. Es una exploración continua que mantengo en la escritura. Ciertamente, al final hay que entregar un texto, como el músico tiene que actuar un día a una hora. Pero la conciencia de continuidad en la creación expulsa el rigorismo de la "obra perfecta".
No hay obra perfecta, cerrada, terminada -aunque haya que cerrarla en algún lugar, y lo mejor posible-. El jazz me ha hecho más consciente de la importancia del proceso, de la exploración, del borrador. Escribir no es dar a la primera con la redacción final. Es implicarse profundamente en la dinámica del escribir. Bracear arriba y abajo por la piscina.
Los plazos de entrega ayudan mucho a la escritura; pero los límites de la piscina no son la meta de la natación. El final no es el fin. Una vez establecidos los finales -de alguna manera-, se trata de surcar las aguas, de profundizar en el sentido del agua y de la natación. El jazz, también cuando sencillamente lo escuchas, te ayuda a descubrir y valorar esa dimensión de proceso que tiene todo lo humano.
Quizás en una sociedad donde se trata de conseguir metas como sea, donde las máquina nunca llegan tarde, esta enseñanza no sea pequeña.
Hola, esto es lo que hay