Sonreí sin que lo notara, maravillada y enternecida al mismo tiempo por tener materializado frente a mí, por primera vez, siendo ficción o no, a lo femenino
Sol Linares
Pensar a la mujer como una analista que disecciona todos los ámbitos de su vida me lleva a recordar el cuadro Henry Ford Hospital, de Frida Khalo. Esta imagen, para muchos perturbadora, resulta interesante por mostrar uno de los peores momentos en la vida de la pintora mexicana y con ello evidenciar, a mí parecer, esa capacidad de las mujeres de entenderse a sí mismas casi como un patólogo forense al momento de hacer una autopsia. En este cuadro Khalo asume y representa sus desdichas y contrariedades, pintando todos los demonios que la afectan y que, como se aprecia en el lienzo, emergen de su propio cuerpo. Esta conciencia de los pro y los contra de la feminidad expresada en el arte nos abre, a las que estamos en proceso de entendernos a nosotras mismas, una oportunidad para abordar nuestro propio género de una manera, quizá, más analítica.
Tal y como Khalo en el cuadro mencionado, la venezolana Sol Linares busca, en su segunda obra narrativa: Percusión y tomate (Caracas: El Perro y la Rana, 2010), otra interpretación de esas bifurcaciones femeninas, convirtiendo el cuadro de Khalo en la imagen del árbol de nísperos cargado de mujeres que encontramos en el segundo capítulo:
… subimos al árbol de níspero, desnudas (…) Lo hacemos desde que descubrimos que las mujeres se vuelven adultas cuando bajan de los árboles (…) hemos querido arrollar la madurez en las ramas más viejas, nos sentamos sobre las ramas que no se pueden quebrar, porque sabemos que ya no somos pájaros, sino cuerpos gordos y vividos (…) miramos el pueblo, volvemos a la infancia que nos persigue y hace de la madurez un recinto insoportable (92-93).
Se trata de un árbol femenino, cuyas ramas constituyen cada uno de los personajes que desarrollan a lo largo de la novela sus personalidades e historias y que se enmarcan en una cotidianidad decadente del ser humano: muestra de una selección de vidas atormentadas y deprimentes en las que se refleja una diversidad femenina en sus luchas más íntimas. Es así como Octavia o “Tavita”, una ventrílocua divorciada que desea escribir una novela sobre su vida, va hilando su propia historia mientras se detiene en las venturas y desventuras de sus compañeras de vecindad, desplegando de esta forma algo parecido a lo que pretendía Khalo en Henry Ford Hospital, con cada una de las imágenes que salen de su cuerpo y la rodean en su cama de hospital: una posible disección de la feminidad.
La imagen de este árbol puede darnos una perspectiva del género femenino según la cual las vicisitudes del cuerpo, las emociones y la madurez parten de un mismo tronco, pero nos acercan a una esencia particular de la feminidad que se bifurca en cada rama, exponiendo, quizá, esa unidad y aspectos comunes que acoplan a los personajes y que a la vez los diferencian, en ocasiones de forma antagónica, como en el caso de María Mele y Claudia: la castidad y la hipersexualidad. Esto evidencia una especie de disección de esas ramas, un vistazo detallado a esos personajes que a través de Octavia van encontrando su propia voz y revelando sus historias. Es ella quien va interpretando las personalidades de las mujeres tan disímiles que la acompañan en ese árbol, en el que:
A Claudia le gusta masturbarse en la rama donde se suele sentar. De las tres es la más sensible a la vida sin pantaleta. En cambio Katrine toca la armónica. No tiene un gran repertorio, ni siquiera toca bien (…) Un buen día convencimos a María Mele de que subiera al árbol. Comprendimos que esperaba la invitación desde hace tiempo (…) porque trajo consigo una cantimplora con limonada y sus parapetos para tejer (93).
Este árbol sirve para olvidar las propias luchas, es “un sitio donde sólo hay espacio para recordar lo que fuimos” (94). Se trata de enfrentar la madurez, tanto psíquica como física, desde el fracaso resultado de los golpes de vida que ha recibido cada personaje, insistiendo en el lado oscuro y cruel de ser mujer. No se trata sólo de la parte hermosa y coqueta de la feminidad, Octavia nos habla de la parte más íntima, lo que normalmente nadie dice:
… de unas tetas espichadas y rancias (sobre todo las mías, tan besadas ya, tan jaladas) estábamos nosotras, inútiles, bárbaramente inútiles, con todo lo útil y sucia que puede ser una mujer cuando no tiene ánimos de cocinar o bañarse, avenidas a la contracultura del enlatado, beneficiadas hasta los tuétanos del feminismo y la comida recalentada, hepáticas, amibiáticas, despilfarradas en la pereza más abyecta (89).
Así, descubrimos a Claudia, a todas luces uno de los personajes más interesantes y oscuros, quien nacida en un hogar lleno de testosterona y sumisión materna lleva una vida llena de intentos suicidas y sexo casual, en un afán de entenderse a sí misma y romper con todo, incluso a costa de su propia vida. Algo que hace evidente en su libreta de anotaciones: “Agradezco que nadie en este lugar pregunte por mi estado de ánimo, hay que educar a la gente para que no se interese en uno, el amor por el prójimo a veces pasa por impertinencia” (174). Es Claudia quien, encerrada en su mundo personal, asume la tarea de definir la feminidad. Así lo explica Octavia: “Cuando supe que Claudia había atrapado a la feminidad juré que se trataba de una flor. Pero no…” (171). Dicha alegoría de lo femenino se da a través de una mantis religiosa cautiva, pues ese insecto, frágil pero peligroso, es lo femenino: en esa misma libreta se van describiendo las actitudes de esa mantis, su reacción ante los distintos alimentos que se le suministran y las actividades que en su cautiverio realiza esta especie de ser elevado y al mismo tiempo letal. En este sentido, lo femenino consistiría, al menos para Claudia, en una lucha constante por “parecernos al hombre, en alumbrar con nuestra lámpara el ser del hombre” hasta el punto de olvidar “nuestras propias luchas y nuestra propia oscuridad” (174); reflexión que se aparta de las perspectivas que otros personajes, como María Mele, tienen sobre el tema.
De esta manera, Claudia representa la antítesis de María Mele, la muchacha conservadora, ingenua y que posee los deseos tradicionales de dedicarse al hogar. Ser mujer parece, para esta última, estar dedicada completamente al hombre. Dentro de su inexperiencia, este personaje, al estar des-erotizado, nos brinda una perspectiva contraria sobre el cuerpo y el sexo: la visión y descripción de quien no ha estado en contacto íntimo con estos aspectos. Por ejemplo, María Mele nos describe en su diario la noche de su boda:
… cuando el pene de Mariño se pare (…) tendrá ese aspecto salvaje de las gárgolas de la catedral (…) el pene de Mariño no es tan bonito. Más bien es feo. Se parece al cuello de un gallo muerto. Y si sumáramos estas dos características, como que las vaginas huelen mal y los penes son feos, sorprende que a la gente le guste tanto practicar el sexo (…) Esto de estar desnuda es complicado, el cuerpo pierde inmediatamente la forma de las ropas y dice la edad que tiene, qué sincero es el cuerpo (127-128).
Y similarmente, en una especie de intermedio entre Claudia y María Mele, se encuentra la propia Octavia. Ésta, si bien no explota su sexualidad, al menos está consciente de que la tuvo: los demonios de Octavia se inclinan por torturarla en torno a las malas decisiones que ha tomado en la vida y el tiempo que ha pasado la enfrenta cada día más a la vejez y al ensimismamiento. Así, esta cosechadora de fracasos parece tener un odio sumiso hacia sí misma y estar cargada de una íntima soledad que sólo se rompe al encontrarse con Babela, una niña que provoca en ella sentimientos encontrados; o al estar con Caperucita, una muñeca de madera totalmente humanizada, de fuerte personalidad, con deseos eróticos hacia el Lobo Feroz y ciertos problemas con el alcohol; o al compartir sus desdichas con la misma Claudia, con quien va forjando una especie de complicidad particular hasta el punto de ser casi confidentes la una de la otra. Octavia, nuestra guía en este despliegue de personalidades, es, como ella misma dice, una mujer a la que “le sobra labial, brassier, le sobra el cuerpo y le falta plata” (163).
Estos tres personajes son muestra de ese árbol lleno de ramas disímiles que, más allá de meros arquetipos, evidencian una especie de disección que ha pretendido atrapar lo femenino, tal como Claudia atrapa la mantis, y que examina el propio género, tal como Khalo se representa a sí misma. Así, en Percusión y tomate, Linares parece que “tiene encerrada a la feminidad en un frasco de mayonesa grande” (171) y cada personaje es una pequeña muestra de ello.
Ezioly Serrano
Ilustración: Mickalene Thomas, “Tamika Sur Une Chaise Longue”.
(http://bricrotunda.files.wordpress.com/2011/11/mickalene-1.jpg)