He plantado un árbol que crece fuerte en el jardín, y sus ramas se extienden a lo ancho y largo, sin contención alguna. Las aves anidan en sus ramas, fuertes, frondosas, y sostienen a todo un ecosistema de criaturas que crecen, se alimentan, se aparean, descansan, se cobijan de sus depredadores…
Lo planté sin demasiada ilusión, más como una curiosidad y hoy domina el horizonte cuando llego desde lejos, circulando por la estrecha carretera que conduce hasta la villa. El imponente aspecto de sus ramas domina la silueta plana del entorno. Ninguna colina o montaña ensombrece su dominio. Destino inevitable de las miradas que otean ese árido paisaje del verano castellano, seco, pedregoso, de arbustos y matojos, de viejas casas de labranza abandonadas y semi-derruidas.
En ese paisaje de la meseta mantengo yo mi vieja casa de labranza que poco a poco he ido restaurando, con la ayuda de albañiles jubilados, de la zona, que agradecen el esfuerzo económico que he aplicado en restaurar la antigua propiedad en desuso, evitando con ello que hubiera muerto también como el resto de construcciones de la zona, las mismas que antaño vibraban llenas de vida y actividad ganadera y agrícola, de familias sencillas pero de honesta mirada que regían sus vidas por la ley de las estaciones que se sucedían invariablemente, alejados de la banalidad de la capital, y de su cautivadora llamada a una vida de cara a la galería y a un consumismo desenfrenado.
A esa casa me dirijo casi todos los fines de semana, cargado de mil preocupaciones que asaltan mi mente pero que se disipan como nubes después de la tormenta, difuminándose hasta desaparecer por completo. Me invade la paz, el sosiego de saber que allí no compito con nadie. Que nadie me juzgará por lo que tengo, el coche que llevo, la ropa que visto… Soy yo y nada más.
Aquí nos reunimos todos en posición de igualdad. Nadie mira por encima del hombro a nadie.
Todos venimos huidos del mundo. Hombres y mujeres que tratamos de sanar esa mente maltratada que nos atormenta en la ciudad. Una rivalidad permanente que hiere nuestra conciencia. Siempre insatisfecha. Compitiendo en vanidad. Unos de manera consciente y los otros a penas sin percibirse de ello, tan absortos y ocupados en sus vidas dirigidas, mecanizadas, como autómatas que no cesan nunca y cuyo fin en sus vidas todavía nadie se ha detenido a explicar.
Saboreo el café humeante que yo mismo muelo y preparo cada mañana, de pie, junto a la ventana que me hice abrir para poder espiar en silencio a los bulliciosos inquilinos de mi árbol. Y camino temprano entre las viejas casas de labranza de la villa, con la bruma que nace de la tierra por la mañana, antes de que el sol ardiente fustigue con ardor todo el paisaje a sus pies. Mis pasos se pierden por un camino marcado sin asfaltar, crujiendo entre arena y piedra, explorando un entorno desconocido que procuro ampliar cada jornada que destino allí.
Todo es silencio, y el horizonte se pierde en la distancia, sin obstáculos. Sólo mi árbol que se recorta poderoso desde la distancia, y a quien acompaño en las tardes, sentado en mi vieja butaca que saco afuera de casa, crujiendo cada vez que muevo mi posición, hasta que la noche se cierne sobre el lugar ofreciéndome una constelación de maravillosos cuerpos celestes invisibles desde la ciudad, que observo con fascinación y deleite.
Los inquilinos de mi árbol se han dispuesto para la noche. Una brisa recorre débil la meseta y mece sus ramas sin violencia. Las hojas se estremecen y cuchichean entre ellas. Y me meto en el interior de la casa en cuento percibo la pesadez de mis párpados. Un sueño pesado me espera.
El lunes asoma en mi pensamiento pero mi árbol me espera, fuerte, poderoso en mi horizonte.