Revista Coaching
El olor del Toashbrot le volvió irremediablemente al recuerdo de haber llegado solamente hacía escasamente un día. La habitación, con una frialdad que podía congelar la piel de su cuerpo sin ningún tipo de consideración, pero no podían congelar el sinfín de sentimientos que danzaban saltarines en la boca de su estómago. Solamente recordaba, haber pasado la misma sensación de tener esos gusanitos revoloteando en su estómago, en los tres años siguientes de la postguerra. Y, ahora, con la angonía y angustiosa incertidumbre de los tres años venideros que le aguardaban muy lejos de su ciudad del sur, su España querida, una España que le oprimía el alma, cada vez que otro ser humano moría de hambre o, en denigrantes situaciones. Una España que le liberaba de todas esas antorchas ardientes y humeantes que quemaban paso a paso su corazón que algún día creyó inquebrantable. Su corazón cambiaba de bando incesantemente. O era sol o, era luna, o, era frío o cálido. No conocía su equilibrio. Al nacimiento de sus seis hijos, su corazón se volvió blandito y gelatinoso, que con el paso de los años se volvería como escarcha incesante al presenciar muertes sin sentido, dolor sin un ápice de razón, si es que había razón alguna en el dolor. Mi abuelo Andrés emigró a Alemania sin un pan bajo el brazo. Por eso, aquella mañana de 1941 en su nueva y gélida habitación, lejos de su hogar, el olor del Toashbrot le hizo retomar la pausa obligatoria que había tomado la primera madrugada en casa de la tía Rosemary. Cogió la navaja que había debajo del abrigo negro situado en el fondo del armario y, abrió una carta con manos temblorosas. Andrés empezó a tener más hambre que nunca y, llenaba el ojo antes que la tripa cada vez que, le llegaban noticias de su familia, pero nunca noticias de tan lejos. Marice, mi abuela había fallecido repentinamente. Volvió con lo puesto a Jaén. Cortando el pan, seco y duro que, habían recibido el día anterior, y dado que, los ánimos y la ciudad se iba construyendo nuevamente chinita a chinita empezó a pensar en su futuro trabajo. Ya no había la imperiosa necesidad de cambiar monedas o joyas de oro por un chusco de pan negro. Iba a empezar con el tito Gustavo a ejercer de su adorada vocación y profesión de barbero. Y, es que, al abuelo le perseguían las armas, la navaja ésta vez, le salvaría la vida, y con ella, la de sus hijas.