La obra artesanal de Alfonso Pérez, producto de una técnica milenaria de moldeado de la cera de abejas, ha llegado desde Paria Grande (Amazonas) a varios países alrededor del mundo

Soriana Durán / Fotos Yrleana Gómez
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El canto de las chicharras se junta con el redoble de la lluvia sobre láminas de zinc y tejas plásticas. Mientras más oscura la tarde, más fría y punzante la garúa, y más azul se cierne la sombra sobre la cara de los presentes. De los espesos matorrales asoman bichos de todo tipo y criaturas rastreras que solo salen en la noche. Una bandada de guacamayas atraviesa el cielo y se pierde entre las sombras de una mata, casi imperceptible en la densa negrura que envuelve el caserío. No muy lejos, un evangélico da un discurso ininteligible a través de un micrófono con exceso de reverberación; no molesta el volumen, pero la situación es un tanto penosa –hasta Paria Grande han llegado las sectas religiosas, las motos Bera y la guerrilla colombiana–.
Por la carretera camina un hombre de apariencia piaroa, pero su barba y su estatura le delata. Alguien se acerca y susurra: “Ese es una mezcla de colombiano. A los huo̧ttö̧ja̧ puros no les sale barba, tampoco tienen el pelo rizado”.

Alfonso Pérez está sentado en la acera, en la esquina de la calle que da a su casa. Tiene la mirada fija en algún punto del horizonte. Está tan quieto que pareciera que no respira, ni pestañea, ni traga saliva. Más bien, da la impresión de que está meditando, pensando, dándole vueltas a algo en su cabeza; le brillan los ojos, sonríe con gestos milimétricos y habla en su lengua para otro piaroa que está cerca de él –también sentado, también callado–. El hombre sonríe, le responde en su lengua, y los demás permanecemos ignorantes de sus breves palabras.
Una muchacha pasa y le murmura algo, él le responde. Es su esposa. Detrás de ella viene una niña pequeña, la hija menor de Alfonso, que debe tener 4 o 5 años de edad. Es curiosa; observa a los visitantes detrás de un poste con el que oculta la mitad de su cuerpo diminuto. Los piaroa son gente pequeña –la media no supera el metro cuarenta–, de piel ocre y cabellera fina. Gente que habla poco, no se exceden con lo que no es preciso a menos que se les pregunte.

Me siento al lado de Alfonso y le pregunto por la vez que Chávez lo mandó a buscar a su casa. Me mira y sonríe con más amplitud, después regresa la mirada a su lugar y empieza a echar el cuento con una seguridad que denota que no es la primera vez que le hacen esa pregunta:
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–Ya tarde, de noche. Vinieron unos vecinos a decirme que unos militares me estaban buscando. Y yo salí a ver qué era. Me mandaron a vestirme y que cogiera las máscaras, que el Comandante quería ver. Me montaron en avión y fuimos a la ciudad.
–¿Y no te asustaste?
–No porque yo no hice nada malo, pues. Yo nada más quería saber cuál era la cosa. Después varias veces venía la hija a buscarme así también.
Más temprano, ese mismo hombre estoico y sereno nos mostraba parte de su trabajo artesanal; las máscaras rituales hechas con cera de abejas meliponas. Más allá de la técnica o de la simple artesanía, estas máscaras son en realidad de las pocas manifestaciones ancestrales que han sobrevivido a la colonización del “modelo civilizatorio”, como le llama el artesano. A sus cincuenta y tantos años, Alfonso aspira que las costumbres y sabiduría de su pueblo prevalezca en el tiempo a pesar de las adversidades y la implacable evolución de la tecnología a nivel global.

–Me enseñó mi abuelo, de pequeño. Me crio de dos años y me dejó a los veinte años cuando murió. De ahí quedé solo hasta ahorita.
Su voz es sedosa y entrecortada, como un ruido blanco. No hay cambios en la intensidad ni en el ritmo de lo que dice, tampoco dramatismos ni exageraciones típicos del hablar criollo. Habla con el español que le sirve, con lo que le basta, y así se hace entender.
Explica el proceso de elaboración de las máscaras mientras sostiene una de mono. Decoró el borde con cogollo de moriche, simulando pelo. Los dientes del mono son en realidad escamas de cachicamo. Para conseguir los colores, utiliza pigmentos naturales –los que se han utilizado desde antes de la colonización–: ceniza de carbón, onoto, leche de pendare (un árbol autóctono que se encuentra en estado de vulnerabilidad debido a la extracción agresiva de su látex), arcilla blanca o caolín.

–Ahorita como estamos haciendo, perdimos nuestras experiencias ancestrales. Matamos muchas abejas y perdimos la ciencia para las generaciones nuevas. Ahora cambiamos con las cajas, para que ellas también vivan con mejor casa, mejor construcción. Aquí producimos todo, polen, propóleo. De aquí mismo agarro la cera para hacer las máscaras, es como una plastilina. Para ponerla dura hay que cocinarla como diez o veinte minutos. Primero tenemos que lavar la cera. La sacamos del panal que trae con polen, del polen sacamos la cera para hacer la máscara. Eso tiene un proceso también, hay que cocinarla hasta que se pone negra.
Saca una bola de cera de abejas ya procesada. La moldea solo con sus manos, porque tiene la técnica suficiente para ir calentándola con un bombillo mientras con la otra le da forma a los gestos y expresiones de la máscara. Una vez que se enfría, la cera se endurece. Para terminar, sella la máscara con un palo caliente, con cuidado de no alterar el moldeado. Es capaz de hacer hasta dos máscaras en un día.
–Estamos haciendo en las fiestas que no son de aquí. En las fiestas patronales de Brasil. Así era, pero ya se acabó porque hoy día ya no hay más personas que tienen experiencia de la cultura nuestra.

–¿Ya no hay tantas personas que hagan lo que usted hace?
–Nosotros como no tenemos rituales ahorita, para la civilización del mundo criollo, se usan para adornar pared, oficinas… Solo se utilizaba en warime, para los chamanes, para matrimonios, para funerales. Hoy día, cuando veo la ciudad desarrollada, creo que ya se acabó, porque ya hoy en día no hay personas que tengan experiencia de la cultura nuestra. Sí hay, pero como ya se acabaron los adultos. Este también se acaba, cuando me voy, digo yo.
La trascendencia es un concepto recurrente en la vida del artesano. Para él, estar y ser es vivir, y una vez que mueres dejas de estar. Le preocupa que su muerte física signifique la intrascendencia del conocimiento huo̧ttö̧ja̧ que le fue heredado por su madre y su abuelo. Cuenta que, en el fondo de su casa, tiene un sembradío de árboles de pendare y que espera que sus hijos puedan verlos en el futuro, porque ya ni siquiera la mayoría de los indígenas conocen esta planta.

–¿Pero no le ha enseñado a sus hijos?
–Sí, ahorita. Porque ellos decían “no, papá, eso lleva mucho trabajo…” bueno, después, cuando llegó este trabajo, bueno ahí sí ya tiene otra emoción: “esto tiene doble ganancia, papá. En la escuela tiene doble ganancia, porque ahora con las cajas tiene más servicios en los que estás ganando, con polen, con propóleo, con miel…
Una de las expectativas que tiene el artesano y meliponicultor es que la ciencia pueda corroborar y profundizar en los efectos curativos de esta materia prima producida por las abejas sin aguijón; el polen derivado de estas, según él, es un desinflamatorio y analgésico que actúa en tiempo récord. El propóleo también tiene usos potenciales en la industria farmacológica y cosmética.

Alfonso Pérez fue uno de los fundadores designados de Fundacite Amazonas. Ahí promovía la meliponicultura junto al INIA. Su obra artesanal ha visitado diversos países alrededor del mundo y él ha sido referido como un cultor importante en Amazonas y en todo el país debido a su técnica milenaria. Afirma que hacer máscaras no es fácil y no le gusta enseñarle sus técnicas a cualquiera, porque para él este oficio significa la vida misma.
Es la forma en la que ha conseguido subsistir y desarrollarse en el mundo criollo; logró resistir las imposiciones, pero presenció el sacrificio de su propia cultura mientras era tragada por la otra. Ahora sus máscaras, que todavía mantienen en su hechura la ancestralidad que las ha caracterizado por siglos, están expuestas en corredores, pasillos o paredes específicas en Venezuela y en el exterior.
