Revista Coaching

“Un baile de máscaras”: el retrato de nuestra sociedad

Por Antonio J. Alonso Sampedro @AntonioJAlonso

Que la vida es una suerte de hipocresía trufada de eufemismos para no molestar es algo que pocos, con sentido común y la suficiente edad, discutirán. La verdad incomoda tanto como la mentira y así no hay manera de poderse aclarar. Ser sincero aboca a la solitaria marginalidad y lo contrario está penado, en apariencia, por la sociedad. Caminar por el mundo sin tropezar obliga a esquivar tantos obstáculos frente a la realidad que uno nunca sabe si es mejor hablar o callar. Nuestra inestable existencia transcurre en un continuo baile donde las máscaras ocultan lo que piensa cada cual.

La historia del arte se encuentra plagada de taimadas censuras que buscan preservar poderes silenciando voces o cuanto menos, obligando a modificar lo que en un principio los creadores quisieron expresar. Esto alcanza el despropósito más ejemplar cuando el objeto de la reprobación es la misma Historia o lo que de ella conocemos los demás. Que el rey Gustavo III de Suecia fue asesinado en 1792 como resultado de una conspiración política mientras se celebraba un baile de máscaras en la Ópera de Estocolmo es algo que a Verdi, siendo ya una estrella mundial, le prohibieron relatar. Así, el Rey de Suecia paso a ser Conde de Warwick, en un Boston que por su lejanía y entonces menor representatividad resultaba muy poco relacionable con aquella actualidad. Pero hogaño ocurre más o menos igual y para ejemplo, baste lo que acontece en muchas monarquías europeas y no se suele permitir del todo contar. Y lo peor es que, anestesiada nuestra opinión, lo solemos aceptar.

“Un baile de máscaras” (G. Verdi-1859) es un Verdi que, sin saberlo bien explicar, me resulta un tanto extraño aun cuando sigue siendo hija de quien culminó la evolución de la ópera romántica, llevándola a su más alta expresión musical. Wagner exploró otros caminos que, si bien condicionaron a los demás, no crearon escuela a imitar. El Verismo fue el canto del cisne anunciador del fin de una manera de componer que durante trescientos años invitó al espectador a deleitarse dejándose llevar. Después, todo se comenzó a trastornar y lo que es peor, a confundir música con ruido infernal. Como ejemplo… la ópera “El gran macabro” (G. Ligeti-1975) que nos ofreció el pasado sábado Ricardo de Cala en su programa de Radio Clásica “Maestros cantores”, cuya audiencia mucho me temo optó por escapar. Solo los acólitos de “El rey desnudo” han sido capaces de ver lo que en el último siglo nadie puede descifrar.

El estreno ayer de “Un ballo in maschera”, esta nueva coproducción del Palau de Les Arts y la Staatsoper Unter den Linden de Berlín, fue deplorable en lo escenográfico y notable en lo musical, por lo tanto, fallido en su valoración general. Y es que al pagar mi localidad no voy a conformarme con solo escuchar, pues para ello ya dispongo de mi equipo de alta fidelidad. Que una partitura espléndida y unos intérpretes vocales e instrumentales de primer nivel mundial sean afeados por caprichos de unos disparatados escenógrafos consentidos de la superioridad es inadmisible y así el público con los abucheos finales lo vino a significar.

Mi tenor lírico verdiano favorito del último decenio es el genovés Francesco Meli, heredero del impecable estilo italiano de Bergonzi y la efusividad de Carreras, aunque con emisión bastante más pequeña, lo que le condenará a no triunfar de verdad. Ayer fue el mejor, con esa voz sedosa que nunca se descompone y reta a cualquier dificultad en su exigente papel de Riccardo, que articuló desde el perfecto dominio de la técnica y el arrojo de la emotividad. Anna Pirozzi (Amelia) es justo lo contrario: muchos caballos y menos gracilidad. Pero eso mismo es lo que le pide su personaje a una soprano dramática, como ayer pudimos comprobar (solo la Caballé fue capaz de interpretar este papel desde una sutileza belcantista que no quedaba nada mal). El milanés Franco Vassallo (Renato) es un barítono de voz metálica y pectoral, es decir, fuera de estilo verdiano (nada que ver con el incomparable Renato de Bruson, quien además se llamaba igual) y más apropiado para las interminables andanzas wagnerianas o incluso las óperas de Richard Strauss. Magnífica la joven valenciana Marina Monzó como un Oscar travestido que interpretó con criterio muy actoral y cuya bien timbrada voz merece papeles protagonistas en teatros de la primera división mundial. Como sucede en la actualidad, la ausencia total de contraltos llevó a que la mezzo Agnieszka Rehlis abordase el papel de Ulrica sin poderle dotar de la exigida oscuridad.

Los medios corales y orquestales de la casa nunca fallan, lo que llevó a Antonino Fogliani, Director Musical de la velada, a triunfar. Pronto los directores pagarán por venir a Les Arts.

Quien previamente no conozca el argumento de “Un ballo in maschera” es seguro que no se aclarará hasta el final. Imposible relacionar el libreto de la ópera con la desquiciada explicación visual de Rafael R. Villalobos y lo que es peor, es fea de solemnidad. Televisores estropeados y neones que no terminan de arrancar, junto con cables por doquier en un entorno mural con aspiraciones neoclásicas, arruinadas por una iluminación carente de toda intención teatral. Feísmo en estado puro que no se merece la hermosa música de Verdi ni el sufrido público en general. Además, excepto Monzó, todos los demás cantantes lucieron inamovibles cuando interpretaban sus arias, a la manera de un recital. Por otra parte, el vestuario del televisivo diseñador Lorenzo Caprile, excepto en el último cuadro del último acto (el baile), parecía sacado de Trajes Milano, la sección de corsetería para señoras de El Corte Inglés y Deportes Arnau, algo impropio de un exquisito modisto al que alguien ha debido engañar.

Lo peor de esta ausencia generalizada de belleza en la escenografía de la actualidad es que se contagia al público, quien indolente acude a la ópera tan “cómodo” como recién salido de la paella familiar. Hoy, en Les Arts, casi todos los espectadores parecen (con perdón del siguiente) un turista alemán…


Desde hace décadas, uno de los criterios principales que asumo para seleccionar grabaciones discográficas es el del sonido y su calidad. No hay que olvidar que la máxima en la excelencia de la reproducción musical es lograr la mínima perdida de la señal, por lo que cuando esta es deficiente, aún peor será lo que consigamos escuchar. De nada sirve contar con un buen equipo de alta fidelidad si lo que le llega no la tiene (como ver una película analógica en un televisor 8K), algo que por no cuidar lo que se compra suele ser muy habitual. Por ejemplo, las grabaciones monofónicas (por muy bien que hayan sido remasterizadas) trasladan en blanco y negro lo que es color en la realidad. Lo del “documento histórico” está bien para conservar el pasado o estudiar, pero no para disfrutar. Así, en mi discoteca particular son raras las versiones no estereofónicas o cuyo registro se realizó sin cuidar y solo llego a hospedar algunas aceptables grabaciones en vivo porque recogen la expectación de lo presencial. Es por esto que, de las innumerables opciones a la venta de “Un baile de máscaras”, recomiendo la segunda de las tres que firmó Georg Solti, registrada en el Kingsway Hall de Londres en 1985 para DECCA y cuya esplendorosa sonoridad digital resulta imposible de igualar. Además, cuenta con el estado de gracia de la National Philharmonic Orchestra, la London Opera Chorus, Margaret Price, Renato Bruson (otra vez) y un Luciano Pavarotti con cincuenta años y todavía ese prodigio de voz natural que, para deslumbrar, no necesitaba de nada más.

“Un baile de máscaras”: el retrato de  nuestra sociedad
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