Helena pasó un maravilloso segundo embarazo, eran una preciosa familia de tres y había llegado la hora de aumentar.
La búsqueda les afianzó como pareja. El embarazo era tan deseado que nada podía salir mal, y no salió.
Cuando le dijeron que era una niña se volvieron locos, la felicidad al completo, su preciosa parejita.
La espera fue todo alegría, estaba mejor que nunca, se sentía dichosa por la crianza de su primer hijo, por las decisiones tomadas, por los caminos andados, con esta niña pensaba disfrutar más y hacerlo aún mejor.
Se sentía grande y poderosa, su familia era simplemente perfecta.
Un buen parto aunque agotador les trajo a su princesa.
Pese a la experiencia de su anterior hijo, desde el minuto cero la lactancia supuso una tortura.
Dolor, molestia, nervios, no podía entender qué era aquello que no funcionaba bien en su cuerpo.
Grietas, un pésimo agarre, mil posturas, horas y horas de esfuerzo infructuoso, dolor, miedo…
Miedo a cada toma y tomas interminables.
Defensora total de la lactancia buscó ayuda profesional, su bebe tenia frenillo, un diagnostico precoz, una intervención rápida, seguro que así salvaba su lactancia, porque tenia claro que daría el pecho, sabia que era lo mejor, se había formado e informado y decidió que cualquier esfuerzo merecería la pena.
Cualquier esfuerzo. Salvar. Esa fue la palabra que todo el mundo le decía debía salvar su lactancia, como si su vida pendiera de ello.
Como si su maternidad se midiera con ello.
Y lo creyó.
Y comenzó el suplicio.
El bebe perdía peso y ella lo tomaba como una ofensa personal.
Era culpa suya, debía esforzarse más, hacerlo mejor!
Su entorno, sus amigas, todo le abocaba a seguir intentándolo.
Enmudecer su cuerpo, a gritar en silencio el dolor infringido en su pecho.
Esconder el llanto por considerarlo egoísta y codicioso.
No podía permitirse llorar.
Por su hija todo merecía el esfuerzo. La sangre, las heridas.
Se encerró en casa y olvidó sonreír, olvidó quererse y respetarse.
Dejó de lado su vida, su mundo, su hijo mayor, su compañero, su familia… Por una lactancia, por aquella patraña que le habían contado: ese vínculo que sólo el pecho podía crear.
La amargura de creer que aciertas mientras tu corazón te grita que te equivocas.
Por qué ese empeño? Esa insistencia? Por ser mejor madre?
Y le dio teta, mientras mordía su lengua y aspiraba sus lágrimas.
Y siguió dando su pecho mientras moría y se marchitaba creyéndose vencida.
Y una mañana salió el sol, miró a su niña y se dio cuenta de que no la conocía, porque su llanto no le había permitido verla.
Y levantó la vista y se reflejó en los ojos tristes de su niño, y midió su altura en el cansancio de su compañero.
Y sintió miedo. Miedo de mirarse en el espejo, de ver el cadavérico despojo en el que sabía que se convertiría si seguía odiándose a si misma
Sintió miedo de escuchar a su corazón, ese que le exhortaba a darle un biberón, a decidir vivir, amar, abrazar a su pequeña cachorra.
Porque el vínculo no es exclusivo de la teta, ni la teta es exclusiva del vínculo.
Porque es mejor un biberón feliz que una teta amargada.
Porque lo único importante eres tu y tu bebe, vuestra felicidad, vuestro abrazo.
Lo intentaste, te aferraste a la lactancia como si fuese la única salida, como si no hubiese mas mundo, como si sólo importase eso.
Pero no.
Te equivocaste.
Erraste al creer que no le amarías lo suficiente.
Erraste al creer que dejar tu vida de lado por ella era lo correcto.
Te equivocaste.
Porque lo correcto es amarte y respetarte.
Porque solo amándote y respetándote a ti misma podrás amarla y respetarla a ella.
No consientas que nadie te diga que al menos lo intentaste, porque no es un logro, tu logro es este, al menos intentaste darle un biberón, intentaste vivir y amar y abrazar.
Intentaste ser la madre de dos.
Intentaste seguir adelante
Lo has intentado y lo has conseguido.
Hoy eres mejor que ayer, porque has comprendido que el amor no habita en una teta, ni en un biberón.
Habita en tu corazón, en tus besos y en tus caricias, habita en ti.
Hoy eres mejor madre que ayer.
Hoy cuando te vea darle ese biberón me enorgulleceré de compartir mundo contigo.
Tu decisión nos hace mas grandes a todas.
Tu fuerza, tu empeño y tu fe.
Porque ser una buena o una mala madre no depende de cómo alimentes a tu hijo en su primera infancia.
Vas a ser su madre el resto de tu vida.
Este es solo el comienzo.
No nos atemos a el como si no hubiese mañana…