Revista Cine
El dominio del tiempo es un un deseo que se repite en múltiples campos hasta convertirse en una constante que concita el interés de cualquiera: poder manipular los efectos que el tiempo tiene sobre todas las cosas es una entelequia que produce, ha producido y seguirá produciendo pingües beneficios y el recurso a presentar tramas en las que el tiempo es domeñado ostenta una cierta frecuencia en el género de las aventuras de ciencia ficción, en su mayoría cometiendo infracciones de la más pura lógica aún aceptando premisas forjadas a base de fantasía e imaginación desbordantes.
No es el caso de Ben Ripley que en su cuarto guión bebe en fuentes conocidas para presentar una trama en la que los orificios de la lógica abundan tanto que observar el resultado final desde una perspectiva crítica con la mirada latente de la ciencia ficción clásica es un error de bulto que habrá que desechar previamente a la adquisición de las entradas del cine donde se proyecte la última película de Duncan Jones, al parecer el último enfant terrible de la cinematografía mundial que en su segundo largometraje se apoya en un guión de Ripley para rodar la película titulada Source Code (2011) presentada en España como Código fuente, protagonizada por Jake Gyllenhaal que da cara, manos y pies al capitán Colter Stevens, un piloto de helicóptero que de improviso se ve en un tren que arriba a Chicago y sufre un atentado: un corto viaje de ocho minutos que se repiten una y otra vez porque Colter de hecho está suplantando la identidad de un pasajero, reviviendo sus últimos ocho minutos de vida, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, hasta que consiga averiguar quién es la mala persona que ha colocado la bomba, porque una superagencia especialísima del ejército ha descubierto que ese atentado -que ya ocurrió- era una prueba para atentar contra la ciudad de Chicago, donde las muertes se contarán por millares si Colter no logra identificar al culpable en esos ocho minutos de vida ajena que una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, revive.
El bucle temporal no es desde luego una idea original de Ripley ni de Jones por mucho aprecio que les quiera dar a la historia que presentan y si nos ponemos serios, habría que indicarles que un vistazo a las teorías de Novikov no les iría nada mal a ambos para futuras experiencias. Es lo que tiene la ciencia ficción: que hay que ser cuidadoso con las propuestas a menos que uno pretenda un discurso realmente alejado del género, digamos, por ejemplo, rodar una película de acción con unas gotitas aromatizantes de sci-fi y quizás una pretensión de suspense que, mira por donde, a media película ya decae porque todos sabemos quien es la mala persona que se dedica a explosionar bombas.
Es cierto que la película puede dar para una buena conversación porque su endeble final que rompe con toda lógica interna del relato y dinamita cualquier intento de explicación inteligible, además puede verse como una débil crítica a los afanes y paranoias de las agencias de seguridad estadounidenses que todavía colean después de la pifia del once de septiembre: los detalles del armazón se vienen abajo como si uno cortara por la mitad una pescadilla que se muerde la cola y se acabara de repente la solución de continuidad de una trama que acaba por constituir la excusa a un rato de acción mermada por la reiteración -ese bucle de ocho minutos acaba por agotar- a pesar que Jones acierta mínimamente al modificar el ritmo de la planificación conforme el final se va acercando para incrementar la tensión que nos llevará a un final acomodaticio y flojo, un viaje que pierde o desecha la oportunidad de ser más opresivo sirviéndose del limitado escenario que es un vagón de tren y, si me apuran, el cubículo donde el ubicuo Colter pasa el rato entre viaje y viaje.
El elenco no es desde luego un punto a favor para que esta película de acción con aires lejanos de sci-fi tomados como mera excusa para explicar lo inexplicable permanezca en la memoria del cinéfilo que agradecerá seguramente la brevedad temporal de la propuesta y que no se llegue a la docena de reiteraciones de esos apresurados ocho minutos en los que el protagonista, además, tendrá tiempo de descubrirse enamorado de una Michelle Monaghan que aparte de sonreir apenas hace nada, como si su personaje en realidad fuera únicamente la excusa para que haya algo de romance en una historia que no lo necesita en absoluto.
En definitiva, perfecta muestra de cine pasatiempo que se reviste de ínfulas que no le corresponden según el ojo que lo mire.
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