Revista Cultura y Ocio
Fotografía: Robert Doisneau
Mirar delata. El sencillo gesto de elegir constata un vicio. A veces he pensado que he perdido más tiempo pensando en qué libro escoger de entre los ofrecidos en las baldas de mi biblioteca que en su lectura. No tiene uno la conformidad de que los sacrificados, todos los que no han merecido esa aprobación, ese escrutinio bondadoso, han sido aplazados convenientemente, si el que vamos a acometer (no sé, anoche comencé un recopilatorio de relatos de Philip K. Dick) no será bueno del todo y estará ocupando el tiempo precioso que se podría invertir en otro de más fuste, que nos conforte más o haga que lo apreciemos con más hondura. Un tanto parecido sucede con el bar que se escoge cuando se sale de parranda con los amigos. Hay una pequeña deliberación y al final se decide que será éste o aquél. A veces es uno quien opina y deja caer un nombre o dos. No importa que no sea la mejor de las opciones, ni siquiera que sea abiertamente mala, pero me duele en el alma esa sospecha a veces inconsolable de creer que no se ha elegido bien. Que podría haber pensado más y, de entre los posibles, señalar uno más conveniente. Quizá sea enfermizo, una de esas patologías que precisan un psicólogo o un amigo que nos haga entrar en razón y nos descabalgue de ese permanente estado de actividad frenética que últimamente (yo al menos) padezco. Es un dolencia dulce, por supuesto, una de esas dolencias burguesas que no se nos ocurrirían si nos afecta el hambre o vemos que a final de mes la cuenta no da para pagar las cosas de más necesidad o la enfermedad (la de verdad, no las tonterías vestidas de enfermedad) nos visita más de la cuenta o con más saña. Los libros no son necesarios. Ninguno lo es. Por más que los adore, podría acostumbrarme a prescindir de su benévola influencia. Renunciaría a mi película nocturna o al episodio de mi serie favorita. Todo eso que nombre es secundaria. Importa más tener la cabeza limpia de preocupaciones, el estómago contento de viandas y el sueño manso y lúdico, no entenebrecido por pesadumbres y tormentas, por el miedo a que despertar no dé ningún alivio. Y sin embargo hay cosas que no varían, miradas que delatan, sí. Las da uno sin consentimiento de la razón, las produce sin elaboración previa. Es ver un cuadro en donde un buen culo se ofrece y la mirada se desvía, adquiere un brillo especial, se deja convidar por la opulencia de la carne y cae en una neblina pecaminosa de la que no siempre podemos extraer algo bueno. No creo que sea únicamente volunto masculino. No habla el hombre de este servidor que escribe. Imagino (sólo es imaginar) que la mujer se engolosinará con los atributos masculinos que se le pongan a ojo. Ya digo, es el ojo el que gobierna el mundo. Mirar no sólo delata, sino que informa de asuntos que, puestos a hablarlos, ocuparían charlas largas. No es aquello de que dos tetas tiran más que dos carretas, burdo refrán que no es materia de este escrito de miércoles noche. O sí lo es. Donde dice tetas o culo, puede el amable lector leer aquello le venga en gana y ocupe esa plaza con el mismo desenfreno lúbrico o con la misma intensidad semántica.