Cuando Jacinto Bellver llegó a la escena
del crimen se dio cuenta de que se la habían vuelto a jugar. Allí ya estaba
todo el mundo. Los policías le franquearon el paso tras exigirle su
documentación, aunque le conocían de sobra, y bromearon sobre su anticuada
gabardina. Tras consultar en recepción, y subiendo hacia la habitación 122 se
cruzó con el forense, que murmuró algo sobre la falta de puntualidad y sus
consecuencias. Me los están tocando a dos manos, pensó Bellver.
Una vez arriba, entre los flashes del fotógrafo y los agentes que revoloteaban en busca de pruebas, estaba el inspector Ramírez en mangas de camisa. Fumaba un Camel que se sacó de la boca cuando vio llegar al detective privado. Exhaló una bocanada de humo y sonrió, entrecerrando los ojos. —Un caso difícil, ¿verdad?—dijo Ramírez. —Y tú no ayudas —respondió Bellver—. ¿Por qué no me llamas después del entierro?
Ramírez se
encogió de hombros y el detective dirigió la mirada hacia la cama. Al menos el
muerto había tenido el detalle de quedarse a esperarlo; el maldito muerto que
le había contratado. Se pasó la mano por el pelo, miró de reojo a Ramírez y
luego otra vez al cadáver. Había empezado como un caso de infidelidad conyugal,
pero ahora era asesinato. Lo habían rajado desde el esternón hasta la ingle y
las vísceras estaban depositadas a su lado sobre el colchón, en un ordenado
montón sanguinolento. Un caso difícil, claro. Bellver sacó un caramelo de menta
del bolsillo y tiró al suelo el papel que lo envolvía.
—¿Cuál es tu
opinión? ¿Suicidio, tal vez?
Bellver ahogó
una protesta y se aproximó al cadáver.
—¿Puedo echar
un vistazo? —preguntó.
—Claro, claro,
nosotros ya estábamos terminando.
El detective
rodeó la cama mientras los agentes cerraban sus maletines de instrumental y
salían de la habitación. Junto a la cabecera, se inclinó a escasa distancia de
la cara del difunto.
—Verás, Bellver
—dijo el inspector—. Claro que sabíamos que te había encargado un caso. Tenía
una de tus tarjetas, y eso que no eres muy popular que digamos. ¿Sabes lo que
había escrito atrás? —sacó la tarjeta y leyó— «Último recurso. No parece
competente. Que al menos sea barato». Parecía conocerte bien, ¿eh, Bellver?
El detective se
había separado ya del muerto. Sacó un pañuelo del bolsillo, y con él en la mano
abrió los cajones de la mesilla.
—El caso es que
pensaba llamarte antes, Jacinto, entiéndeme. Pero el asesinato es un tomate muy
gordo. El forense, el juez, los testigos, las pruebas, un procedimiento
complejo. Lo comprendes, ¿verdad?
Ramírez creyó
oír un gruñido ausente; el detective contemplaba ensimismado el fondo vacío del
segundo cajón.
—No pretendo
sermonearte, Bellver —continuó Ramírez—. Aprecio mucho tu interés, pero tus
funciones acaban aquí. Es absurdo que sigas pretendiendo jugar a polis y cacos.
Bellver levantó
la cabeza, como disparado por un resorte. Se agachó hasta sacar de debajo de la
cama una papelera casi vacía, en la que se amontonaban algunos papeles
arrugados.
—En serio,
deberías dejarlo ya. Los polis de verdad, los profesionales, hacen bien su
trabajo. Tenemos huellas, muestras de cabello, piel, sangre, etcétera,
etcétera. Compararemos estos datos con la mujer, con su amante, y solo quedará
sentarse a esperar. Esos dos ya están detenidos y tienen muchas papeletas. Y si
no, recurriremos a nuestra base de datos de majaras, que tan buen resultado
suele darnos. Y si no...
Se detuvo,
observando al detective privado que le ignoraba con tenacidad, mientras en
cuclillas contemplaba uno a uno los fragmentos de papel.
—Mírate,
Jacinto —se rió el inspector, soltando volutas de humo en la habitación—. Como
un niño que acaba de leer a Sherlock Holmes. Déjalo ya. Búscate un trabajo,
cualquier cosa honrada. La policía tiene ahora medios: se trata de pruebas,
tecnologías de la información, redes de datos, yo que sé, de una nueva ciencia,
Bellver. El tiempo de los tipos como tú pasó y no te quieres enterar. Cuanto
antes lo aceptes mucho mejor, porque nadie te lo va a decir más claro que yo.
Si sigues así, en unos años será demasiado tarde. Déjalo ya, Bellver.
—Ya casi he
terminado —contestó el detective y, alargando la mano hacia Ramírez, le
arrebató la tarjeta de visita que le había leído antes.
—Te la regalo,
no es relevante; así no te verás involucrado en esto, pero que sea la última
vez.
Bellver escrutó
la tarjeta durante unos instantes, sin mostrar ninguna emoción. Cambió de
postura, caminó hasta la ventana, mientras una fina línea de dientes se
ensanchaba entre sus labios.
—Deberías
liberar a la mujer y al amante—dijo el detective—. Pero ya.
—Estás sonado.
Creo que ya es hora de que te marches de aquí.
—¿Quieres que
te cuente algo del asesino? Nació en Jaén, en el cincuenta y dos, hijo de Jorge
y Virginia.
—Déjate de
chorradas.
—Dice vivir en
la calle Cádiz, cerca de la
Calle Mayor, aunque yo lo comprobaría. Su nombre es Jaime
Páez Maldonado. Toma, su puto DNI.
Bellver
extendió ante las narices de Ramírez una fotocopia doblada por la mitad. El
inspector pasaba su mirada del papel al detective privado, sin decidirse a
creer.
—Está bien, está
bien —dijo Bellver—, aunque te advierto que estas cosas pierden interés cuando
las explicas. Parecen banales.
Sacó de su
bolsillo otro caramelo de menta y se lo introdujo en la boca, al tiempo que plegaba
el celofán en múltiples dobleces, cada vez más pequeñas.—Seguro que os disteis cuenta de un tonto detalle: el difunto lleva puestas unas gafas. De vista cansada; para ver de cerca, vamos. Estaba leyendo algo cuando le interrumpieron. Lo lógico es mirar en los cajones y la papelera, y en esta última encontré los fragmentos de dos notas, con caligrafías diferentes. Curioso, ¿verdad? Una era una carta en la que se citaba a la mujer del muerto para que acudiera al hotel. La otra era una lista de la compra. Incluía cuchillos de cocina, bisturís, ácido, cuerdas. O sea, lo típico.
Se giró para
comprobar que Ramírez seguía escuchando. Ya no fumaba, y le miraba con cólera e
interés.
—Pues bien, las
caligrafías son muy características, así que una muestra resolvería la
identidad de los autores —continuó Bellver—. La primera la encontré en
recepción antes de subir. Fue sencillo comprobar quién se había hospedado aquí
últimamente. Ahí tienes una copia de su registro de entrada. Alguien tan
informado como tú recordará al asesino de los setenta, un pirado de iniciales
JPM. No, ¿verdad? Lo suponía. Pues bien, el tipo salió hace poco tras cumplir
treinta años. Rehabilitado, decían. Ya. La segunda muestra estaba en mi
tarjeta, la escritura pequeña e inclinada hacia la derecha de mi cliente. La
carta era en realidad un borrador; debió mandar el original a su mujer el día
anterior, haciéndose pasar por su amante, y la citó a la misma hora que
apareció JPM. Mi cliente se había hospedado, casualmente, en la misma
habitación donde vivía JPM desde hacía meses. Qué mala suerte. En recepción me
dijeron que JPM la había dejado durante el fin de semana. Iría a ver un
familiar, a recoger algo que escondió hace tres décadas, a matar un par de
tipos, qué sé yo. El caso es que vuelve, comprueba que otro le ha quitado su
habitación y se calienta. Manías de psicópata, imagino. Imagínate el encuentro.
Mi cliente estaría releyendo la carta que envió a su mujer, deseando que no
acudiera a la cita para ponerle los cuernos. Y llaman a la puerta. Y sale
nuestro amigo con las gafas puestas y la mirada vidriosa de pena. Una presa
fácil para JPM. Así que se lo carga, qué va a hacer, pero a su estilo. Y luego
llegas tú a recoger tus pruebas. JPM ignora el asunto del adulterio, pero tiene
cierta práctica para desaparecer tras un homicidio. O a lo mejor no le importa,
al fin y al cabo está mal de la cabeza. Qué te parece.
En el silencio
de la habitación, Ramírez sudaba copiosamente. Bellver caminó hasta la papelera
y depositó allí el pequeño rectángulo de celofán. El resto del caramelo de menta
tactaqueaba aún entre sus dientes.
—No pretendo
sermonearte, Ramírez, créeme que no, aunque tengo la tentación de hacerlo
después de hoy. Me has llamado tarde, le has dicho a los polis de abajo que me
pongan en dificultades, le has contado al forense que soy un impresentable, y
luego me vienes con esa falsa modestia de chico condescendiente que quiere
apartarme del mal camino. Hasta me has llamado un par de veces por mi nombre de
pila, no creas que no me he dado cuenta. Olvídalo, yo solo puedo ser detective
privado; hago mi trabajo lo mejor que puedo, eso es más de lo que nunca haréis
vosotros. Estáis tan obsesionados con vuestros maletines, con vuestro quimicefa
criminal, que olvidáis lo obvio. Os acercáis tanto a las cosas que sólo veis
detalles, y acumuláis pruebas que luego no podéis usar. Espero un poco más de
respeto en adelante, Ramírez. No soy tan malo en lo mío y tú, desde luego, no
eres tan bueno en lo tuyo.
Una vez en la
calle, lo recibió una fina lluvia que oscurecía el cielo. La gabardina tenía
sus momentos. Y él también. Se preguntó cuánto tardaría Ramírez en descubrir el
montón de mentiras que le había soltado arriba. El asesino era sin duda el
amante de la mujer, las pruebas lo corroborarían, claro, pero Ramírez
atravesaría entre tanto momentos de angustiosa inferioridad. Quizás lo
entendiera todo al comprobar que JPM era un turista, que nunca se había alojado
en ese hotel, que solo era un papel que Bellver llevaba encima. Llevaba los
bolsillos llenos de fotocopias, caramelos y trucos. No había otra forma de
salir airoso en aquellos días.
Se arrebujó un poco más en su gabardina y cruzó
rápidamente la calle pisando un par de charcos. Era una mañana magnífica.
Lástima que hubiera vuelto a trabajar gratis.--------------------
Santiago Álvarez es Director de contenidos de Valencia Negra
