Publicado en el Diario de la Bahía de Cádiz
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Cien años pasan lentamente, o muy rápido, todo depende del sujeto, del protagonista de su vida, o del actor principal de su historia. Platero empezó a trotar hace cien años, y en este siglo de existencia ha ido recogiendo el cariño, los sueños de mayores y pequeños. Con sus ojos negros ha sido testigo de las aventuras y desventuras de quienes han sido sus compañeros de aventuras.
Pero son cien años, y pesan mucho. Le han operado de cataratas, le han intervenido de una cadera, que no llegó a romperse, pero que en los últimos años le hacía cojear, no sin gracia, pero andaba por los prados moviéndose con mucha dificultad. Al final Platero opto por retirarse una temporada a un sitio tranquilo, afable y alegre. Y como a Platero le gusta su Sur, se vino a Cádiz.
En Cádiz fue acogido por una librería, recorrió varias antes de escoger una, La Clandestina, -mira que me gusta a mi este nombre, me inspira transgresión, me evoca prohibición-, y a la puerta podíamos ver a este nuevo ciudadano de Cádiz, como pasaba las horas y horas, buscando el fresco de los atardeceres y las caricias de los paseantes, sobre todo de los más pequeños, quienes no se resistían a acariciar su cuello, su morro.., y el siempre les devolvía un vaivén de rabo o un ligero movimiento de orejas.
Pero Cádiz dejó hace tiempo de ser la cuna de la libertad. Cádiz ahora es la ciudad donde, desde el ayuntamiento, se manda a las mujeres que protestan arrestadas a sus casas, donde a todo aquel que critica, tarde o temprano acaba en los juzgados con una querella, en el Cádiz de hoy hay un cierto miedo, miedo a perder, miedo a ser señalado,miedo a no recibir los "favores" del poder, y no pueden permitir que un burro, no ya que ande jugueteando por sus calles, no podían permitir que un asno, aunque se llame Platero, esté tranquilamente a las puertas de una librería. Y la autoridad, investida de todos sus atributos, grises más en negro y blanco, -a mi me recuerdo al Tirano Banderas, por lo que de esperpento tiene-, decide arrestar a Platero y que pase a ser clandestino en La Clandestina.
Platero empezó a momificarse en su cautiverio, empezó a cambiar el pelo por papeles de periódico, y en un abrir y cerrar de ojos se convirtió en una estatua de papel maché, inmóvil, sin vida, bueno casi sin vida porque todos los días una lágrima humedecía su hocico en su rincón de la librería-cárcel.
La semana pasada, un grupo anárquicamente organizado, compuesto por personas que no solamente leen, además llevan la lectura aquí y allá, decidieron hacer una especie de aquelarre. Sacaron al Platero de cartón piedra a la puerta de La Clandestina, y empezaron a leer la obra de Juan Ramón Jiménez. Niños y niñas, jubiladas y libreras, libreras jubiladas, paseantes, bibliotecarios y funcionarias, leían en voz alta alguno capítulos de viejas ediciones rescatadas de los estantes.
A la segunda lectura, abrió ligeramente los ojos y meneó la oreja izquierda, al paso de una moto, giró la cabeza siguiendo la estela del motor que dejaba en la calle. Nadie se dio cuenta, nadie se percató que de nuevo este Platero recobraba el movimiento y la vida, con cada capítulo leído era como sí soplos de vida devolvieran a la vida, a Cádiz, la imaginación y la ternura del que cumple cien años entre nosotros.
Primero fue un paso, le costó mucho mover la patas traseras, pero lo dio. Luego, con un cabeceo, saludó a quienes le rodeaban. Nadie se extrañó, y mucho menos nadie se alarmó -eran personas lectoras que están acostumbradas a soñar mientras leen un libro,- Platero se abría camino entre las personas lectoras y abandonó el grupo, se entretuvo unos minutos intentando razonar el porqué un viejo cañón servía de protección de aquella esquina. Siguió andando camino de la plaza de la Candelaria, y se cruzó con una pareja de policías que no fueron capaces de ver un burro de papel maché que pasaba entre ellos.