Desconozco el porqué del aire endiablado que sopló bruscamente, que arrastró las hojas de los álamos de la calle Bermúdez provocando minúsculos tornados. Quizá una tormenta, pensé sintiendo el frío entre los agujeros de mis ropas raídas. Demasiadas noches sin dormir, sin comer, sin vivir. Mis fuerzas flaqueaban y aquella puerta blasonada del número dieciséis cedió al apoyar mi espalda en ella. En la penumbra de la oscuridad que silenciaba el edificio, vi una habitación con un ventanuco de cristal que me ofrecía un camastro para pasar la noche. No lo pensé dos veces y me arrebujé en un manta de cuadros completamente vestido. Puede que durmiera treinta horas.
Desperté con los gritos de una mujer encorvada que apoyaba su nariz en el cristal preguntándome por el Miserias. Me contó que era el vecino del primero, ¡era extrañísimo no verle deambulando mascullando su mala suerte en la vida!. Marchó ella igual que vino. Aproveché para lavarme la cara en una palangana con agua amarillenta. Su olor me repugnó. Un hombre canoso cruzó el rellano y golpeó con su puño el ventanuco. Parecía enfadado y me increpó sin darme tregua. Deseaba saber dónde se escondía el maldito abogado que había arruinado su vida. Con la rabia encendida en sus ojos lunáticos, me
reclamó una contestación que yo desconocía. No le respondí y él subió las escaleras maldiciendo a cada paso. Creí que debía marcharme, pero entraron un grupo de adolescentes imberbes preguntándome por el Coca. Negué con la cabeza y ellos se rieron de mi aspecto maloliente montándose en el viejo montacargas cuyos rieles chirriaban igual que los grajos. Después, una viejecita de semblante risueño que portaba una cesta de huevos y un canario, cruzó frente a mi habitáculo. Me dijo que visitaba a su hija, Juana, que la pobrecita estaba muy enferma y le llevaba buena compañía. Asentí con la cabeza mientras una voz a mi espalda me susurró que Juana llevaba muerta un año. Al girarme me encontré con un hombretón robusto, tres palmos más alto que yo, que me propinó un sonoro puñetazo en la nariz.
Es todo lo que recuerdo. El hombretón me abandonó en el callejón de Bermúdez con Soto Real, y allí me encontró dos días más tarde un hombre de pelo blanco que me resultaba familiar.
- ¿Que hacía usted en el dieciséis de Bermúdez? - me preguntó espabilándome con un chorro de agua fría.
- Entré a dormir, sé que hice mal … - contesté.
- Ese edificio está abandonado desde que el Coca falleció por sobredosis. Juana, su amante, murió después por la paliza que le dio el abogaducho de su marido al enterarse. Don Rogelio, el portero, por hacer justicia, le envió al otro barrio sin mediar palabra. Al Rogelio le encarcelaron, se escapó, y la policía clausuró la entrada al portal. ¡Me dejaron sin casa y sin hija!. Todos los días lloro mis miserias en ese edificio... un consejo amigo: no debiera dormir en sitios cerrados...Texto: Laura Garrido BarreraMás Historias de portería aquí