Vagueaba por un desolado pasillo, un pequeño reloj con brillo escandecedor que iluminaba todo el sombrío camino hacia su infinito vacío.
Caminaba con su desolada alma en ambas manos, pensando en su inevitable tristeza y sintiendo como dejaba de palpitar su descompremetado corazón…
El reloj había estado buscando desde hace casi seís años su pieza faltante, ese apunte que le daba sentido a su sonido.
Buscaba su más corta aguja, esa que marcaba el fabuloso momento de feliz año. Esa agujita pequeña, pero grande entre todas, que la llenaba de alegría y risas cuando se atrasaba tres segundos al sonar las ruidosas campanas.
-Abril, pequeña Abril, ¿Dónde estás?
– preguntaba directo al vacío y a la oscuridad.
Ya no encontraba otra alternativa que resignarse y aceptar vivir con esa inmensa pérdida. Cansado de opciones y evitando conclusiones fuera de su imaginación, se sienta en el frío piso y comienza a hacer lo que más temía en este mundo.
-Supongo que ya no volverás. -soltó una gran bocanada de aire.
Duró horas sentado, realmente, el tiempo significaba nada para él.
A lo largo de su alcance auditivo, se escuchaba el llanto de una delicada voz.
-¿Abril? -preguntó indeciso Esteban.
-¿Esteban? -se escuchó a lo lejos. -Soy yo, Abril.
-¡Abril! -decía mientras se regozijaba y corría a su encuentro.
Al cabo de seís segundos se fundieron en un cálido abrazo.
-No sabes cuánto te he buscado. -decía sollorozamente. -Te extrañé tanto.
-Yo también. -correspondía su amorosa amiga.
Luego de la desaventurada búsqueda, nunca más se volvieron a separar. Ellos prometieron estar juntos por la eternidad.
Ese abrazo nunca finalizó, por estar sus corazones enlazadas en un sólo sentir.