En realidad no es tarma, sino terme, con e, porque el nombre nos viene de esas hormigas, los termes, que no dejan nada cuando pasan.
Pero yo no sé por qué todos nos llaman así: los tarmas.
Uno llega a tarma sin saber cómo. Es difícil explicarlo. Ahora, después de tantos años, me parece que por cualquier camino: la desilusión o el esgunfio; la costumbre o el contagio. Pero siempre hay que tener algo adentro. Con eso se nace y no hay nada que hacer. Por ejemplo, ahí está el caso de Tuderi. El pobrecito no tiene cuna y no va a aprender nunca, por más que se le enseñe.
En el caso de Margarita se explica fácil. A mi vieja le gustó porque le traía zozobra. “No sé por qué te sigo -me decía-, a lo mejor porque soy una estúpida, pero me gustás porque me traés zozobra”.
En cambio a mí, me organiza la vida. Solo yo sé lo que significa levantarse a la mañana y saber lo que uno tiene que hacer, tener un plan y una obligación, y al mismo tiempo ser libre y saber que cada día será distinto. A veces pienso en los infelices obreros, en los vigilantes, en los pobres corredores, y entonces sonrío. Seamos sinceros. No todo son rosas. Pero Margarita dice que para elegir algo siempre hay que renunciar a algo, y yo, que hace años que estoy en la lucha, sé que tiene razón. Y sé muchas cosas más: sé que ahora nunca más podremos volver a empezar, que los años se han ido, sé que estamos fuera del tiempo y que el tiempo es irrevocable. Sé todo eso, sé que ya es demasiado tarde, que estoy en la pendiente, que los chicos van a ser muy desdichados. Sé muchas cosas más, pero tengo la vida organizada.
A la mañana, temprano, Margarita me trae el café y los diarios prestados. La primera fase de la organización es copiar las defunciones para poder ir bien vestidos. Todos los tarmas vamos muy bien vestidos, porque, como dice Margarita: “En este país, cuando uno va bien vestido tiene talento”. Por eso apenas termino de copiar un apellido de alta alcurnia corro a la casa del muerto para ser de los primeros.
Durante el viaje practico. Mi memoria está bien ejercitada, eso sí. No como Tuderi, que siempre confunde los apellidos y más de una vez se las vio negras. Yo no. Cuando estoy frente al portero le largo todos los nombres y todos los apellidos sin que me falte ninguno.
Debo aclarar que los porteros son la porquería más grande que puso Dios sobre la tierra. Nos huelen enseguida y tienen un alma de ratas. Como no tienen cuna, son serviles y melindrosos. Son feminoides con la propiedad. Defienden las cosas que hasta el amo desdeña. Quieren sobresalir y no saben, no pueden. Les falta cuna, y la única forma de sentirse alguien que conocen es humillando a la gente. Gozan cuando nos descubren, les brillan los ojos, se apasionan, parece que hubieran esperado toda su vida, que hubieran nacido nada más que para ese momento… Mejor ni hablar de eso. Las mucamas, los mayordomos y los parientes interesados son también peligrosos, pero tienen más roce y, después de todo (modestia aparte), no por nada uno llega a tarma.
Una vez que pasé la barrera del sonido, viene la definitiva: atacar a la viuda. Aquí todo tiene que estar muy bien medido, desde sacarse el sombrero con un sobrio ademán hasta solicitar los efectos de ese “filántropo” o “ese filántropo que se nos fue”, según los casos. Siempre digo “filántropo” y no “finado”. Como el pobre Tuderi, que más de una vez se le escapó “finadito”, y otra, en que quiso hacerse el fino, dijo “difunto”. Menos mal que tiene esa cara de infeliz que da lástima y a veces trabaja bien los silencios y no hay nada que hacer, como dice Margarita: “No tendrá talento, viejo, pero el dolor llama al dolor”.
Pero lo mejor con las viudas es una solemnidad discreta. No exagerar, ir derecho al grano como un cartero y enseguida invocar a “Don Orione”, “Asociación El Centavo”, “Pequeño Cotolengo de María”, “ALPI”, “Los Traperos de Emaús”, “Ayúdame”, cualquier cosa. Enseguida preparar los nercas y luego todos los nombres y apellidos completos, y después los silencios. Los silencios son importantísimos. A la gente le estorba y quiere salir enseguida del silencio. Entonces uno queda como juez, aunque no juzgue nada y con tal que se vaya le dan cualquier cosa. Pero lo fundamental es saber mecharlos con los nombres del muerto y con los trajes que no usaba y había prometido a la Asociación, y ver bien si conviene decir “pobre”, “increíble”, “qué injusto es el destino” o “él lo hubiera querido así”. “Un filántropo como él”, no falla casi nunca. En cambio: “Un hombre como él, siempre ayudando a los desamparados”, a veces resulta y a veces no. Muchas veces la viuda dejó de llorar para mirarme sorprendida cuando dije esto. Pero siempre lo más efectivo es seguir diciendo filántropo, rematarla con “yo comprendo su dolor, señora” y callarse. Entonces la mujer se tapa la cara con un pañuelito y ordena que me hagan el paquete. Me quedo con los trajes que me van bien. Los demás se los vendo a los rusos de Libertad. Dos mañanas por semana, Margarita hace lo mismo con las muertas. Pero a Margarita no hay quien la iguale. Consigue cualquier cosa. Hace llorar, se posesiona, hasta sufre. Consuela a las hermanas, le sirven café, besa a los chicos, se emociona de verdad. Una vez llegó a casa llorando con un taxi lleno de ropa. Toda la tragedia de la ruta ocho en ropa. Una “papa” increíble a la que nadie se hubiese animado. El vestuario completo del juez, casi todo el ajuar de la señora, el guardarropa de los hijos. Está bien que fue una donación apresurada. Un pobre pariente comedido, de esos que nunca cortan ni pinchan. Nos reímos mucho con Margarita imaginando la maroma que se habrá venido después. Pero la cuestión es que nos surtimos de lo lindo, y Martín y Alex tienen dos preciosos uniformes del colegio inglés para rato.
Es que Margarita es incomparable. A veces pienso cuánto la quiero y pienso adónde podría haber llegado con esa capacidad, con esa gracia, ese porte y esa clase que tiene. Pero, en fin, como dice Margarita: “No mires para atrás, viejo, porque te vas a convertir en una estatua de sal”.
Una vez resuelta la organización del vestido, hay que resolver la entrada a las conferencias de prensa y organizar la comida. Primero leemos todos los diarios, anotamos el lugar y preparamos los nercas. Después voy yo y abro el camino.
Cuando el chancho de la puerta está medio abatatado recibiendo a tres o más invitados, aprovecho la confusión de las tarjetas y me meto con mucha dignidad, eso sí, pero casi corriendo hasta que llego a la mitad del salón. En la mitad del salón estoy salvado. Allí están las mesas mejor atendidas, los capos, las personalidades más graneadas y todos los que quieren hacerse notar (y que si son vivos se ponen de nuestra parte cuando el peligro acecha o se viene la maroma). En la mitad del salón es más fácil desprenderse del miserable portero gritándole chusma, peronista, mersa, cachi y palurdo. Allí siempre se puede encontrar a Natalio, Tuderi, los Anglada, Crespi o algún tarma conocido que va a venir en mi ayuda cuando el peligro aceche.
Para estos casos, Crespi es mandado a hacer. Alto, de pelo blanco, muy fino, todo un caballerazo él. Su sola presencia impone respeto. Trata a los porteros con un desprecio olímpico. No grita nunca. “Hágame el favor y no moleste más al doctor, insolente”, les dice y los tironea apenas de las solapas del uniforme. “Tiene un minuto para desaparecer”, les dice cuando todos miran. Y se pone a controlar el reloj. Enseguida me presenta al jefe de relaciones públicas, me pregunta cómo andan los petisos de polo y se pone a hablar de la servidumbre europea. ¡Es un señor este Crespi! ¡Y un gran amigo! Margarita y yo lo queremos muchísimo. Crespi me ha salvado algunas veces, pero por suerte yo, salvo dos o tres rebotes nefastos, no tuve mayores dificultades para la entrada, y eso que por principio no me gusta hacer exhibición de los nercas, como Natalio. Yo siempre los dejo como última carta, por más que el peligro aceche.
Los tarmas tenemos nercas de las publicaciones más disparatadas, y casi todas inexistentes. El de Tuderi, por ejemplo, está firmado por mí y por Crespi. Yo firmé como presidente y Crespi como secretario. Tuvimos que recomendarle una imprenta porque el pobrecito (pese a que es un gran muchacho) no se da maña y le falta cuna. Varias veces se lo llevó el conserje hasta la salida. Tuvimos que enseñarle cómo tomarlo del brazo y salir con dignidad, hablándole como si fuera un amigo, palmeándole la espalda cuando todos miran, tratando de dar la impresión de que llevamos del brazo, condescendientemente, a un subordinado.
Pero acudir al nerca es como llamar a la Policía. Como reconocerse cornudo. Es casi admitir la derrota. Confieso con dolor que algunas veces tuve que hacerlo. No había otro remedio para evitar el rebote nefasto. Pero yo siempre entro. Bueno, casi siempre. Yo y todos los tarmas. Ciertos maîtres del Plaza, del Alvear y del City nos respetan porque los hacemos quedar bien y a veces los gerentes nos buscan para hacer número cuando se trata de un acontecimiento.
Una vez que entré, lo demás resulta más fácil. Saludar, presentarse, sí, pero sobre todo mucha lata y saber mecharla. Como dice Margarita, “el estilo es el hombre, viejo”. Y cada uno tiene su forma. Yo siempre hablo de “mi campito de General Villegas”, que hasta ahora resulta bastante bien. “Un campito nomás, quince mil hectáreas”, empiezo siempre (mejor dicho, aquí me callo, trabajo un poco con los silencios). Después sigo con las propuestas. “Me han hecho tantas propuestas -digo- que no sé qué hacer… La cría del cebú podría ser interesante (silencio chico). Aunque últimamente me han entusiasmado con ese bendito complejo de ladrillos refractarios… Pero mire, en definitiva, qué quiere que le diga, doctor, los recuerdos de familia son como esos camafeos que ya no se usan y sin embargo uno…”.
Y aquí corto para dejar un poco de misterio. Nunca conviene cargar las tintas, y de paso ayudo al fotógrafo. Los fotógrafos. Nuestros únicos amigos. Es un trabajo que hago con gusto. Formo los grupos, sonrío, hago chistes. Verdaderamente les tiendo un ala. Nunca digo “vamos a sacarnos una foto”, sino, “vengan, inmortalicémonos”. Nunca lo llamo “fotógrafo” sino “señor periodista”. A los tipos ordinarios, a los de medio pelo y a los que quieren hacerse los cancheros, se los conoce enseguida porque gritan: “A ver, jefe, una foto”; nosotros siempre decimos: “Una nota, por favor”.
Por eso entre los fotógrafos y los tarmas hay una comunión de ideales. Ellos como nosotros también trabajan sin que nadie los llame, de “asalto”. Pero aun “los oficiales”, “los exclusivos” y “los contratados” ven en nosotros un factor de ventas. Por eso siempre les vemos cara conocida y ellos siempre nos recuerdan; no saben bien si cuando el presidente Arosemena o en la recepción al ministro de Ghana. Por fin los “periodistas” nos ubican. “Sí, fue cuando el presidente Arosemena”, y nos preguntan si como en aquella oportunidad nos llevan el juego completo de tomas al estudio y nosotros contestamos “por supuesto, como siempre”. Cuando ya alguien pagó, desaparezco a saludar al “agregado”, que casi siempre es Natalio, que está devorando los canapés a cuatro manos y contándole anécdotas graciosísimas al jefe de medios de Graficque Propaganda.
Éste es el momento de comer. Primero reemplazo a Natalio en la conversación dándole tiempo a tragar y después viene mi turno.
Entonces ya no queda nada. La devastación comienza. De ahí nos viene el nombre. Cuando los negros están achispados por el whisky, hacemos desaparecer todo lo que vemos.
No sé por qué nunca falta algún retardado que me mira mientras como. Esto es de cajón. Entonces pongo cara de asco y me le acerco con el plato en la mano para hacerle probar que las masas están rancias. El retardado nunca sabe lo que decir, y para hacerse el machito llama al mozo. Aquí aprovecho para elogiarle el lunch, el servicio, y devolverle el plato en que alguno de la cocina “se ha descuidado”. Cuando vuelve con las masas nuevas, pruebo una, le hago probar otra al retardado y ahora sí estamos de acuerdo los dos en que estas masas son una locura. Y cuando el mozo se aleja mirándolo al otro con bronca, yo lo palmeo y lo felicito.
Porque nosotros siempre felicitamos, sonreímos y festejamos. Aprobamos lo que todos dicen y los miramos con atención a todos. Hacemos siempre “qué cosa” con la cabeza y fingimos expectación, aunque nos cuenten pavadas.
Por eso, si el cóctel se torna familiar, si los negros elevan el tono de las risas, si ya se hablan de visitarse, si hemos logrado crear ese clima donde todo es grato y es posible, y las mujeres de los mediopelo y las señoras de los pobrecitos empleados sin cuna se sienten alguien y todos creen que han dejado de ser grasas y los ejecutivos sin clase se olvidan por un momento de la pedantería para reírse, si ya todos están lanzados, entonces llega el momento de recordar de pronto que la señora debe estar por cerrar la boutique.
-Se la compré para que tenga con qué entretenerse -les explico.
-¿Quieren conocerla? -les pregunto-. Ahora mismo la llamo.
-¡Sí! ¡Sí! -saltan los grasas entusiasmados.
Entonces marco el número de la pensión sin comida, y cuando Margarita me atiende, le digo:
-¿Có te va, Márgara? Estoy en la recepción. ¿Por qué no te venís?… Mirá, cerrá y venite que esto está divino. ¿Estás con los chicos?… Pero traélos, Márgara, traélos.
-¿Qué tal se yanta, viejo? -me pregunta Margarita.
-¡Sí!… Una gente de lo más maravillosa, increíble -le contesto yo-. Bueno, bueno, venite pronto. Te esperamos.
Y cuando entra Margarita luciendo ese modelo exclusivo de la muerta, llevando a Martín y Alex tomados de la mano, es como si entrara una reina con dos príncipes.
Margarita entra y es como si todo se iluminara con una luz distinta. Sobria y precisa, perfecta. Majestuosa. ¡Adónde no hubiera llegado Margarita!
“Lo principal, viejo -me dice siempre Margarita-, es no provocar envidia en las mujeres”. Y a los cinco minutos todas son sus amigas y se la disputan. Le quieren contar su vida, se sinceran, se descubren, le cuentan si le meten los cuernos al marido, si la mucama sabe o no sabe, si la ayuda o la extorsiona, si el marido le mete los cuernos a ella, los abortos, todo.
Lo curioso es que Margarita solamente escucha. Yo, lo máximo que le oí decir es: “¡Qué miserable!”, “¡Peor que los animales!”, “Lleva una doble vida”. Eso sí, a veces se posesiona y llora.
Pero cuando se pone a hablar con esa grave voz de ángel que tiene, con esa cuna, con esos gestos llenos de nobleza, cuando cruza una mirada conmigo y yo le hago que sí con la cabeza y ella empieza a contar la anécdota del barco, la del alumno danés de la Dante Alighieri, o la del amigo íntimo de Mussolini, entonces la quiero más que nunca y pienso adónde no hubiera llegado Margarita.
Basta con ver el silencio que se produce. Es total y como de obediencia, y nunca falta un viejo con la mandíbula floja, un gerente con la baba caída o algún otro libidinoso que se la come con la mirada. Sobre todo cuando hace la pausa después del suspenso, recorre a todos con los ojos, respira y dice: “… Entonces el Duce no le dice nada y lo deja ir… Pero un buen día llaman a la puerta de su casa. Cuando va a abrir, se encuentra con un oficial que le entrega un sobre. Era una carta de Mussolini. Tenía escritas nada más que dos líneas. Decía así: “O cambiás de país. O cambiás de camisa”".
Miles de veces he oído contar esto a Margarita. Me sé de memoria la mínima inflexión de su voz, cada uno de sus gestos, pero nunca pude sustraerme a la sugestión que crea, a la clase con que da el remate final, a esa cosa como de sentirse bien que produce.
En cambio, los chicos son tristes. Martín y Alex tienen los ojos tristes y son tristes hasta cuando comen. Eso sí, son obedientes. No nos podemos quejar. Saben que nunca tienen que hablar si no es para responder una pregunta y comer todo lo que aguanten. Tienen cierta cuna y no hay uno que no nos diga “qué educaditos”. Pero son tristes. A veces los miro y a mí también me invade una profunda tristeza, porque sé que van a ser muy desdichados. Por ahora no se dan cuenta y hacen las cosas bastante bien. Saben que tienen que guardar todo lo que entre en los bolsillos y sonreír. Cualquier cosa que sirva para vender o cambiar, y sonreír siempre. Cuando coman, primero sonreír, después masticar; primero sonreír, después tragar. Saben también que no deben empezar a comer hasta que papá no se tire de la oreja tres veces seguidas. Saben que papá tiene un campo en General Villegas, que mamá es profesora de Italiano y tiene una estanzuela en Cañuelas. Saben que si hay otros chicos no deben acercarse a ellos, pero cuando se les acercan, los he visto cómo les cuentan que papá tiene un bastón de estoque, explicarles lo que es un bastón de estoque, que era todavía del abuelo y que el abuelo peleó contra los indios y dejarlos con los ojos redondos como el dos de oro. En esto Alex sale a la madre. La va de callado, pero cuando habla los enloquece. Martín, en cambio, es siempre quien tiende el ala y entre los dos se complementan bastante bien.
Pero desgraciadamente son tristes y temo que lleguen a hacerse desalmados.
Lo que pasa es que están ausentes. Margarita dice que “son esfinges de pantalón corto”, y tiene razón. Yo a veces los veo comer en medio de todo ese lujo de cartón y pienso en una calesita que gira y en la que ellos nunca darán vuelta, y me explico por qué, a pesar de la educación que uno les da, hay asesinos, ladrones y prostitutas hijos de tarmas, que alguna vez antes de morirse se quedan parados frente a la vidriera de una juguetería contemplando un tren o una muñeca con expresión indescifrable…
Cuando termina la fiesta, somos los últimos en irnos, porque hay que organizar la gran recolección. Mientras Margarita y los chicos se llevan las flores en enormes brazadas, yo abro el fuego con el mozo que ya me tengo estudiado desde el principio.
“Mozo”, o “señor mozo”, o “señor” (según los casos y la edad), le digo, “permítame que lo felicite. No. No me diga nada ni me agradezca nada. Quiero felicitarlo porque usted es muy correcto, muy correcto… Y le voy a decir más: yo lo estuve observando toda la noche. Hay una cosa que me gustó mucho de usted y se la voy a decir… (aquí hago un silencio bien pero bien largo, con una mano en el hombro, y por fin le digo): usted no parece mozo de acá, parece un mozo a la europea. Sí, señor. Porque es servicial sin ser servil, no es arrastrado, no anda mendigando la propina. ¡Usted es un señor y denota cuna, un señor mozo…!”.
Y lo felicito, y entonces tengo que esperar que el mozo me cuente dos o tres historias de lugares distinguidos, y no porque él esté acá como simple mozo me vaya a creer yo que no sabe lo que es servir en lugares aristocráticos y de lugares muy especiales donde había que ver, olvidar, callar y olvidar. Lo escucho atentamente, le doy el dulce un rato y, cuando ya está bien preparadito y en confianza, ataco:
-¡Fíjese qué suerte! Justamente en estos días pienso dar una fiesta, una fiestita, bah… un party. Una tía abuela viejita. Cumple setenta y nueve años, ¿qué me dice…? Tiene una casona en Barrancas, y a mí se me ocurrió que usted, pero así, por su cuenta, podría hacerse el servicio, siempre y cuando le convenga la changa.
Y como le conviene, y como a mí me gustaría que mi tía abuela probase las cositas, me hago preparar un gran paquete con sandwiches sobrantes, masas de soirée, canapés variados y bombones. Nunca pude saber por qué todos preguntan:
-¿Castañas de cajú también?
¡Cómo si les costara! ¡Grasas! ¡Pobrecitos sin cuna! En fin.
-Sí, sí, castañas de cajú también -tengo que decirles siempre, y alabárselas y hacerme el imbécil.
-¡Qué bien tostadas están! ¿Las tostó usted, mocito? No, si no es fácil tostar las castañas de cajú. -Y enseguida que termino de probar una, echo mano a la billetera y espero que él me diga: “¡Pero, ¿qué va a hacer, señor?! ¡Por favor! ¡No faltaba más!”. Y ahí vuelvo a hablar de la servidumbre europea y a anotar el teléfono, que casi siempre es de un almacén de Villa Domínico o por ahí, y hay que pedir que por favor le avisen. En fin.
Nos vamos siempre cuando ya están por apagar las luces. Caminando rumbo a la pensión sin comida, caminando para hacer la digestión, con los chicos adelante y Margarita y yo al paso lerdo, comentando las cassattas y los amigos, lo demacrado y ojeroso que está el mayor de los Anglada, la poca clase para leer un discurso que tenía ese tipo, que esta vez el whisky no era falopado, o lo sucias que estaban las alfombras.
Éste es uno de los momentos más lindos. Todo nos parece provechoso y descansado con algo encantador entre las luces de las calles casi desiertas. O quizá porque es un intervalo y después vendrá el cambio brusco.
Porque cuando lleguemos a nuestra puerta, lo primero que haremos, antes de subir, será obsequiar al diariero con un paquetito o algunos tubos de dentífrico, y recogeremos los diarios en préstamos y subiremos la escalera y entraremos a esas dos sórdidas piezas que tienen esa sordidez como de miseria y daremos vuelta la llave de porcelana, encenderemos esa luz de bilis que viene de una tulipa baja, orlada de cenefas, colgada desde mil nueve veintidós, y que les da a los muebles, al color de la madera y a nosotros, un aspecto de cosa ya pasada y obsoleta, detenida como nuestras vidas. Entonces nos veremos reflejados apenas en el espejo de luna de esa cómoda que desborda de potes, banderines, almanaques, menúes de barcos, biromes, ceniceros, una bola de bronce destornillada de una escalera, cajas de fósforos cilíndricas, terrones de azúcar de todos los países, latas chicas de cerveza, cigarrillos sueltos, pomelos arrugados, porciones de torta, sandwiches mordidos y frascos oscuros que combaten la seborrea en su origen y estilizadas vasijas de cerámica llenas de apricot, y noc diez y hamburguesas y agendas y sigmamicina.
Colocaremos las flores arriba de todo esto y mañana Margarita las venderá. Pero antes de acostarse a dormir, hay que organizarse. Organizar todo el programa para mañana. Cada uno tiene un diario ya asignado. Los chicos también. Los extenderemos sobre la mesa y nos sentaremos alrededor. Hay que organizar todo. Hay que copiar todas las direcciones de las gacetillas. Hay que fijarse bien en los muertos y en las inauguraciones. Hay que buscar, buscar afanosamente. Una pequeñísima información de prensa no recuadrada puede ser una “papa”. Hay que mirar sin desechar nada. Apurándonos, es cierto, porque hay que devolver los diarios. Pero de pronto Margarita da un grito de felicidad:
-¡Mirá, viejo: “papa”!
Y todos corremos a leer por sobre su hombro, porque ha llegado un buque griego y la cámara de comerciantes griegos dará un banquete a bordo y las posibilidades de un barco son ilimitadas. La gente desea llevarse souvenirs de un barco, y eso está bien, y ese motivo y yo le acaricio la cabeza emocionado y corro a buscar la caja de galletitas donde Margarita guarda los nercas y pienso en cuánto la quiero y adónde no hubiera llegado Margarita.
En esos momentos me siento feliz y organizado. La rueda sigue girando. Alex ha encontrado una demostración de tractores en la pista de pruebas de General Pacheco. Habrá presentación a la prensa y agasajo al periodismo. Esto también es muy interesante porque a los asados la gente concurre en ropa de sport y a veces se desata. Hay regalos y rifas y todo es muy espacioso, y después de comer nos llevamos las naranjas sobrantes sin tanto protocolo y casi divertidos. Nos llevamos también paquetes de carne, fiambre, empanadas, trozos de lechón y algún cubierto. Los chicos recogen hojas de eucaliptus y florcitas silvestres, y respiran aire puro. Es como un picnic. El gran bolso que siempre lleva Margarita revienta de pomelos.
No obstante, hay que seguir buscando. Por las inauguraciones. Las inauguraciones son un caballito de batalla y hay más tarmas que en cualquier otra parte. Como siempre, el lugar resulta muy chico, arrasan con los cigarrillos, las lamparitas eléctricas, los displays de propagandas. Beben cognac hasta quedarse sin sangre, y al final revuelven con el pie las flores pisoteadas, las servilletas de papel y los puchos. Algunos, como el pobrecito Tuderi, muy groseramente; los Anglada, como agrimensores; Natalio, siempre desesperado; y Crespi, con ese savoir faire que tiene, siempre simula la pérdida del chevalier que le obsequiaron en Mónaco, mientras Margarita aprovecha el alboroto y con delicadeza se llena la cartera de ceniceros, potiches o cucharitas, con los ojos resplandecientes de zozobra.
Pero ahora ha llegado el fin. La rueda se ha detenido un momento. Hay que devolver los diarios y descansar. Mañana será un nuevo día y yo siempre, cuando llega este momento y miro la dulzura en los ojos maravillosos de Margarita, tengo la visión de que, a la misma hora, el jefe de relaciones públicas, con el cogote paspado y las mejillas arreboladas, se hace las gárgaras y comenta con su enloquecida mujer el éxito de la fiesta, la corrida durante toda la semana tras los representantes de los diarios, lo delicado y original que estuvo el obsequio de la rosa en cada copa, cómo habrán salido en las fotos, que fueron filmados en todos los grupos, que aparecerán en los diarios y en los noticiosos del cine, y lo contento que habrá quedado el gerente y la gente importante que buscará su amistad, y Margarita viene a mí y nos sentamos en la cama. Los chicos duermen. Margarita desenvuelve el paquete.
Mordemos algunas masas y observamos sin mucho entusiasmo el tubo de dentífrico que nos han obsequiado; es como si Margarita me adivinara el pensamiento, porque, apenas nos miramos a los ojos, sonreímos.