Revista Opinión
Hemos asistido al debate televisado de los candidatos a la secretaría general de los socialistas, enfrentados en las primarias del partido, con una mezcla de bochorno e incredulidad. Causaba vergüenza la dureza y crueldad con la que se atacaban dos de los intervinientes, Pedro Sánchez y Susana Díaz, como si fueran representantes de dos formaciones rivales y antagónicas en vez de miembros de unas mismas siglas, e incredulidad por la falta de ideas y propuestas que removieran la ilusión y esperanza de los ciudadanos por un partido que pretende volver a gobernar España. Aquella pelea, en la que sólo destacó, a mi parecer, el tercero en discordia, Patxi López, con sus proclamas a la unidad y por definir al PSOE por sus objetivos más que por las estrategias, sólo merece una cosa: el olvido. Entre otras cosas, porque el espectáculo sólo sirvió para demostrar, por si alguien tenía alguna duda, la grave brecha que se ha abierto en el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) desde la defenestración de Sánchez de la secretaría general en octubre pasado. Un bochorno y una incredulidad que no creo motiven a los militantes a votar como no sea para atizar al contrincante en vez de para secundar un programa de regeneración del partido que lo haga creíble ante el electorado y lo capacite para ganar las elecciones y resolver, desde el gobierno, los problemas que aquejan al país: corrupción, paro, desigualdad, pobreza, austeridad laboral y salarial, desequilibrios territoriales, violencia machista, desmantelamiento del Estado de Bienestar, etc.
Tampoco era cuestión de esperar gran cosa de quienes, en última instancia, se prestan voluntariamente a dirigir una formación política que, como todas, apenas dispone de afiliados para su sostén económico, y en la que sus simpatizantes –y presuntos votantes- sólo participan depositando su confianza en estos seres providenciales para que solucionen los problemas del país desde criterios o convicciones que creen compartir con ellos. Los candidatos coinciden en apelar a una militancia que se inhibe, por muchos avales que recojan, de esas diatribas cainitas entre familias que intentan retener o arrebatar el control del aparato. Y eso fue, exactamente, lo que se presenció en el debate de primarias del PSOE: un enfrentamiento entre los que apuestan por formar coaliciones con el resto de la izquierda, fundamentalmente con Podemos, para desbancar a la derecha del Gobierno, y los que prefieren recuperar la hegemonía de la izquierda para imponer su programa electoral sin concesiones a adversarios políticos, salvo en casos de acuerdos puntuales aislados. Todo ello expresado desde el rencor y el resentimiento, de un lado, y la desconfianza y el desprecio, desde el otro. Con buenos modales aparentes, pero con una beligerancia verbal que denota la distancia entre los contrincantes y la falta de afectos que se profesan.
Veinticuatro horas después, todo el mundo en España, haya visto o no el debate en directo, conoce ya este desenlace y ha leído todos los comentarios que ha generado, pues ese era el propósito perseguido: no sólo el de solicitar el voto de la militancia concernida, sino también el de llamar la atención de la ciudadanía para convencerla de que el partido socialista, mediante procedimientos democráticos a la vista de todos, elige a la cabeza dirigente de la formación aun a costa de sacrificar su imagen colectiva con las discrepancias que exhiben los candidatos. Justo lo contrario del método empleado por el Partido Popular, sumido en Andalucía en un enfrentamiento nada disimulado entre sectores afines y críticos con la dirección regional, que no dudan en poner denuncias en los juzgados cuando se les impide ejercer el derecho de participación.
Del debate de los socialistas sobresale lo que ya sabíamos: que Susana Díaz, presidenta de la Junta de Andalucía y secretaria general de la federación andaluza, es la candidata “oficial” de la ortodoxia del partido, la que se apoya en lo que fue el PSOE a lo largo de su historia y en el legado de sus dirigentes históricos, que busca rehabilitar sus siglas para recuperar la confianza del electorado. De hecho, prometió que, si no logra remontar al partido electoralmente, se iría de la secretaría general.
Pedro Sánchez se considera damnificado del comité federal que lo defenestró y desde entonces persigue con encono saldar cuentas. Su agresividad contra Susana Díaz y la gestora que dirige el partido, a los que acusa de permitir que gobierne la derecha al decidir la abstención en el debate de investidura de Mariano Rajoy, va en aumento de forma paralela a su resentimiento. Está convencido que, tras dos elecciones generales y los intentos frustrados por reunir los apoyos necesarios, el PSOE debía de haber impedido la investidura del candidato de la derecha hasta que el resto de la izquierda se convenciera de las bondades del candidato socialista. De ahí que el programa de Pedro Sánchez se limite al eslogan del “no es no” en referencia a aquella abstención.
Y Patxi López, que intentó y consiguió no entrar al trapo del antagonismo de los otros candidatos, fue el único que esgrimió las razones más convincentes para dirigir el PSOE: buscar su unidad, definiendo a la formación por sus objetivos, no por quién pacta.Y puso en un aprieto, en un momento dado, a Sánchez cuando le preguntó qué es una nación. Ante la respuesta sentimental de aquel, le brindó un resumen canónico del término para incidir que, con todo, ese era un problema para los nacionalistas, no para los socialistas, que siempre han abogado por la igualdad de todos los ciudadanos, aun reconociendo sus diferencias culturales e identitarias.
El resto del debate es materia de olvido, si no fuera porque la contribución socialista en la gobernanza de España es fundamental.