A millones de venezolanos se nos pasó ese día entre llevar a los niños al colegio, ir al trabajo, hacer mercado, ir al doctor, pagar la luz, el teléfono o el impuesto sobre la renta, cuyo plazo estaba por vencerse. Qué iba uno a imaginar, si parecía un día cualquiera: los colegios, los centros comerciales funcionando con normalidad, lo mismo que los supermercados, bancos, oficinas públicas y privadas… No había “esbirros del régimen” peinando las calles, arreando opositores a un stadium para luego borrarlos del mapa, no. No había allanamientos masivos, como se supone debe hacer cualquier dictadura que se precie de serlo. Nop, la vida seguía como si nada y uno ahí, en la calle, al-inocente-lo-protege-Diosmente, sin saberlo, en medio del caos que narraban todos los grandes medios internacionales.
Y es que en este país no nos enteramos de nada. Si yo viviera en España o en Miami, no tendría dudas de que, en Venezuela, ese nefasto jueves, la dictadura de Maduro había dado un golpe de estado. Si yo viviera fuera, habría pasado un jueves agónico, pero vivo aquí, en el epicentro de los hechos, por eso no me enteré sino bien tarde, cuando por fin me conecté a la realidad de Internet: Allí supe que, ooootra vez, la comunidad, preocupada por nuestra democracia, profería libertarias amenazas contra nosotros; y oootra vez, la dirigencia opositora, en civilizada sintonía, pedía al “mundo democrático” hechos más que palabras. Por ahí vi a Almagro moviendo la colita con Kuczynski y el resto de la manada de perritos simpáticos; Por ahí me alertaron de que “lo que viene es feo. Compra mucha comida, que no hay, que está carísima, y el dinero no alcanza porque Venezuela se muere de hambre y la dictadura te obliga a comprar pan canilla regulado cuando el paladar te exige cachitos de jamón…” Y ahí, en medio de reguero de alarmantes y caóticas noticias típicas de un golpe, leí que los empresarios esperan las nuevas subastas de divisas del Dicom. Lo normal, pues. Un día cualquiera de estos últimos 18 años.
@tongorocho