Siete de la mañana. Llego a mi lugar del trabajo. Ante mí, un inmenso párking plagado de furgonetas que ya ni pasan la ITV; sé que me asignarán una de ellas, así como una caja de herramientas desprovista de la mitad de su contenido y un móvil con un bajo límite de crédito en el que tendré que economizar las llamadas de trabajo porque si no acabaré pagando yo. Un día, lo sé, va a pasar una desgracia. Espero pacientemente a que me faciliten el material y me asignen el recorrido de hoy, pero los coordinadores reciben instrucciones contradictorias del alto mando y no saben a qué atenerse: colijo que no fue por los merecimientos académicos ni la capacidad personal por lo que esos mandamases consiguieron sus puestos, y entretengo la espera en imaginar cuántos sobornos habrán pagado y cuántos subalternos habrán pisoteado para llegar hasta ese punto.
Son ya las ocho cuando salimos de la central, yo y mi compañero. Tenemos que ir 200 km más allá para recoger un componente con el que arreglar una antena telefónica situada a otro centenar de kilómetros más. Kilómetros, gasolina. El gepeese del vehículo apenas funciona y para encontrar la dirección de Vilanova i la Geltrú adonde tenemos que dirigirnos hemos de preguntar a l@s lugareñ@s, que no parecen haber oído el nombre de esa calle en su vida. Llamamos a la central y, desconcertados, nos hacen volver. Kilómetros, gasolina. Tiempo. En la sede, el coordinador descubre, después de mucho interrogar a los altos mandos, que la localidad en cuestión es en realidad Vilanova del Camí, pero al final acabamos encontrando la calle en Vilanova del Vallés. Sobornos, pisotones. Kilómetros, gasolina. Tiempo. El componente que teníamos que instalar no es el que se necesita. El técnico, al que llamamos con nuestro móviles porque los de la empresa no tienen cobertura, no tiene ni idea de qué puede ser la la causa del estropicio: el alto mando no le ha permitido ir a investigar y solo puede imaginarlo. Sobornos, pisotones. Y nosotros no tenemos ninguna noción, ni nos han hecho ninguna formación, sobre ese tipo de averías, se limitaron a contratarnos porque cobramos menos que un operario más especializado. Empezamos a tocar conexiones y por casualidad acertamos y el problema se resuelve. Abandono la caseta de la antena telefónica dejando suciedad, grifos que gotean y cables sueltos; me ofrezco a adecentarlo todo en un momento, ya que estamos allí, pero mi compañero dice que la empresa no nos permite reparar nada más que las urgencias. En breve tendremos que volver de nuevo. Kilómetros, gasolina. Tiempo.
De vuelta a la central, porque no hay tiempo de nada más, tengo que hacer los partes de averías y enviarlos a Madrid. Esta labor he de realizarla fuera de las horas de trabajo, empleando mi propio portátil y mi propia conexión a Internet, porque la empresa no me los proporciona. Sentado en las escaleras, naturalmente, porque tampoco tienen para ninguno de nosotros una triste mesa de trabajo. De pronto, me dicen que hay reunión improvisada. En ella nos cuentan que sobra personal. Va a haber recortes. Cierran una de las sucursales y nosotros tendremos que encargarnos también de ella. Kilómetros. Gasolina. Tiempo. Y esa decisión han tenido que tomarla porque los operarios, debería darnos vergüenza, gastamos, perjudicando a la empresa que tanto se preocupa por nosotros, cantidades ingentes de kilómetros, gasolina, tiempo… Y además, y por si fuera poco, se nos ve un poco desmotivadilllos.
Vuelvo a mi casa. Tomo un periódico gratuito que está sobre un asiento del metro, leo que mi empresa, por cierto subcontratada por una famosa compañía de telecomunicaciones (pero todas son iguales), está obteniendo unos beneficios increíbles, subiendo como la espuma y expandiéndose por toda Hispanoamérica. Y comprendo que es a costa de las mentiras que la empresa que les subcontrata cuenta a sus clientes, a costa de los trabajadores, a costa de la cutrez generalizada en esos servicios por los que no podemos protestar porque no tenemos quien nos escuche. A costa de un gobierno que no impone estándares de calidad en los productos ni mínimos de seguridad ni justicia laboral, al menos en la práctica, y permite que la manera de enroquecerse sea siempre mediante sobornos a los más poderosos y pisotones a l@s más débiles.