Gerardo. ¡Ese sí que es un buen nombre! Tiene garra, fuerza, cualquier apellido le casa a la perfección. Pero cuando te llamas José García, están cerradas para ti las puertas del éxito desde el momento que asocian tal denominación a tu persona en el Registro Civil.
Y es que estoy convencido que la suerte se busca, incluso desde antes de la concepción, pasando así la responsabilidad de mi vida anodina a mis padres que en el momento de hacerme, los astros no podían estar más desalineados.
El pequeño de tres hermanos y además pequeño de verdad. Mientras ellos superan el metro ochenta, yo he tenido que desarrollar mi vida dentro de un recipiente de uno sesenta y ocho. ¡Hasta mi madre es más alta!
Ellos rubios y yo moreno, ellos melenón y yo con una incipiente calvicie a mis treinta y tres. He de ser adoptado y albergo serias dudas al respecto.
Nunca he matado a una mosca, ni a un mosquito, ni siquiera a los mosquitos de los mosquitos. Es por ello que intento recordar cuál ha sido la sucesión de hechos que han llevado a postrar mis huesos en el calabozo de los juzgados de Plaza Castilla acusado de intento de homicidio, resistencia a la autoridad y múltiples lesiones:
6:30.- Me levanto como todos los días intentando hacer el mínimo ruido posible con el objeto de apaciguar a mi santa señora que a patadas e improperios me ha sacado de la cama. Ya me duché anoche y me afeito al tacto, ya que el sonido del agua o la luz del baño le molestan.
6:45.- Me tomo un vaso de leche frío pues el sonido del microondas y sus pitidos al terminar de calentar la bebida también le molestarían. El café me pone demasiado nervioso. Encorvado cierro la puerta muy despacio intentando que suene lo mínimo posible. Aparece mi vecina del piso superior a la cual saludo desde esta ridícula posición. Me mira con asco.
7:10.- Me subo al cercanías que me llevará a Madrid para iniciar mi jornada laboral como de costumbre. Cada día viaja más gente y me toca hacer el trayecto de pie. A mi lado viaja un chaval con una mochila muy cargada que en cada uno de los vaivenes del tren choca contra los papeles de la presentación que tengo que entregar esta mañana a Matías, mi jefe, y para el que llevo trabajando duramente durante meses con el objeto de que me tenga en cuenta para el puesto de subdirector de ventas que va a quedar libre en breve por jubilación de su actual propietario. Se abren las puertas y al ir a descender un armario ropero de persona me pisa emitiendo yo el consecuente gritito de dolor. Me mira desafiante. Le pido perdón por haber situado mi anatomía en su trayectoria.
7:50.- Camino desde la estación de Chamartín hacia la oficina situada en las inmediaciones de Plaza Castilla. Ha debido llover esta noche y aún hay algunos charcos cerca de las aceras. Un coche pasa por encima de uno de ellos poniéndome perdido de agua a mí y a la presentación que aún llevo en las manos. Levanto las manos y hago el amago de exclamar un improperio. El coche frena en seco. Me escabullo por una calle aledaña. Tendré que andar más pero así evito el enfrentamiento.
8:00.- Justo en hora. Accedo a las oficinas de la empresa y diviso en la recepción a Andrés hablando con Carmen. Él no guarda la distancia de seguridad y a ella no le incomoda en absoluto. Le ríe sus gracias. Bueno, todas les ríen sus gracias. Hasta mi mujer le ríe sus gracias. Andrés es un conquistador nato. Creo que se ha tirado a media oficina y a las mujeres de la otra mitad, incluyendo la mía. Me miran, empapado. Andrés vuelve a hacer una confidencia y ambos se ríen de nuevo. Se están descojonando de mí.
10:00.- Hay un ambiente diferente en la oficina. Se aproximan cambios y la gente lo sabe. Matías, que debe rondar los sesenta, aparece para anunciar el ascenso que tanto tiempo he esperado y por el que tanto he trabajado. Y lo anuncia. Andrés es el nuevo subdirector. ¿Andrés? ¿Andrés? ¡Pero si es un inútil!
10:05.- Lo he dicho en alto. No sé cómo ha pasado pero creía haberlo gritado en mi cabeza. De repente parece como si todo el mundo tomase conciencia de mi existencia y me inquieren con sus miradas mientras Matías se dirige con paso acelerado hacia mí apuntándome con el dedo con la intención de reprobarme. Le he cogido el dedo instintivamente y se lo he levantado. Primero me ha mirado con rabia para de repente entornársele los ojos y caer desplomado en el suelo entre violentas convulsiones y espumarajos por la boca. ¿Matías es epiléptico?
10:06.- Andrés atraviesa entre alaridos la estancia sorteando las mesas y acercándose a donde me encuentro. Me intimida y en un acto reflejo tomo el teclado de mi ordenador y lo llevo hacia atrás para amagar un golpe que no pensaba dar, con la mala fortuna que en su recorrido el teclado se encuentra con la mandíbula de Puri y la pone a dormir con un par de dientes menos.
10:10.- Dos bajas, masa enfurecida y no sé qué hacer. Salgo corriendo hacia recepción mientras me persiguen por el pasillo. Carmen, la recepcionista, ahora está de pie sin enterarse muy bien de cuál es el motivo del jaleo. La cojo por la cintura y le pongo en el cuello la grapadora eléctrica que tiene encima de la mesa mientras grito a la jauría que no se acerquen. La posición es algo ridícula, ya que debido a mi corta estatura y a los altísimos tacones que calza, casi no llego a su cuello y he de hacer un verdadero esfuerzo por alargar mi mano.
10:25.- Aparece un policía municipal por la puerta de la oficina. Durante todo el revuelo alguien ha debido llamarle. Mira perplejo la estampa mientras en medio de la confusión Carmen intenta zafarse y me pisa con el tacón de su zapato en el mismo punto del pie sobre el que dejó descansar su peso el mastodonte del tren. Sin darme cuenta y centrado en el dolor he pulsado sin querer el accionamiento de la grapadora que se ha vuelto loca y le ha clavado dos o tres grapas en el cuello y no han sido más porque del tirón la grapadora se ha desenchufado de la toma de corriente. Ella chilla, el policía está atónito. Carmen consigue escaparse y yo, desprovisto de parapeto y arma, tomo el extintor de la pared con el que apunto al agente.
10:35.- El agente se abalanza hacia mí. No sé muy bien cómo, pero he pulsado la palanca y le rociado los ojos con la espuma contenida en el extintor. Cae de rodillas y chilla como un gorrino y es que el espumoso elemento debe picar de lo lindo. Se me cae de las manos el extintor e instintivamente me lanzo a ayudarlo. He tropezado con el extintor y he ido a darle con la cabeza en la nariz, partiéndosela. Ha empezado a sangrar inconsciente en el suelo y cuando, nervioso, me he agachado a intentar reanimarle y a ver si respira me ha puesto perdido de sangre a mí también.
10:40.- El compañero del policía aparece por las escaleras de servicio y al verme postrado sobre su compañero, llenos ambos de sangre cual escena de película de vampiros, se tensa y desenfunda su arma. No ha de ser muy diestro porque se le dispara la pistola al sacarla de su funda y casi se vuela un pie de un tiro. Se pone nervioso y dispara un par de veces más. Uno de los disparos alcanza una luminaria del techo, que se desprende y le pega en medio de la cara. ¡Vaya castañazo! ¡Otro K.O.!
10:55.- Intento aplacar mis nervios y accedo a la cocina aledaña a la puerta de entrada mientras mis compañeros, asustados por los disparos se esconden, agrupados y agachados, en el fondo de la oficina parapetados tras las mesas. En la pequeña cocina hay un botiquín. Tomo una caja de lo que creo que son ibuprofenos y me meto cuatro de golpe en la boca masticándolos y tratándolos de pasar a través de mi garganta con una CocaCola. Resultan ser aspirinas efervescentes, que ahora, al contacto con el carbónico elemento, reaccionan haciendo que fluyan toneladas de espuma por mi boca y mi nariz. Cuando me recupero vomito ostensiblemente sobre la maceta de un poto de plástico de la entrada.
11:15.- Me acerco a unas de las ventanas, grapadora eléctrica en mano en gesto amenazante hacia mis compañeros que obvian el hecho de su inutilidad si no está conectada a una toma de corriente. En el exterior se arremolinan decenas de personas, una ambulancia y un par de furgonetas de la policía nacional. Creo divisar entre la multitud a mi mujer.
11:45.- Me he desprendido de la chaqueta. La corbata la tengo puesta en la cabeza al estilo rambo y me he desabrochado la camisa hasta la mitad. El revuelto de sangre, vómito y espuma ha de inferirme un aspecto amenazante porque nadie se atreve a acercarse a mí y me miran con verdadero pavor.
12:05.- Acceden los antidisturbios por el pasillo que da a la puerta de la oficina y yo me encaramo de un salto al mostrador de la recepción, grapadora en mano y ojos inyectados en sangre. Desde el fondo, veo atravesar la estancia un objeto volador identificado como una pelota de goma de uso regular de estos señores que tras impactar en mi cara y de rebote, aterriza en la entrepierna de Andrés mermando su capacidad amatoria durante, al menos, las próximas semanas. Mientras, yo, hecho un guiñapo entre sillas y casi ahorcado con el cable de la grapadora, me desvanezco.
…
Gerardo,… O Carlos,… Esos nombres te predestinan al éxito. La suerte se busca, incluso antes de nacer. De eso estoy seguro.
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